Un sabor puede explosionar hacia el paladar, puede implosionar hacia la parte trasera de la lengua, puede subir hacia la cabeza directamente o bajar lentamente por el gaznate; puede dilatarnos las pupilas como en un orgasmo y, como se nos mostraba en el fabulosa película de Ratatouille, puede evocarnos formas, figuras y colores, retraernos hasta recuerdos de la infancia o hacernos revivir momentos deliciosos. Es por eso que ser capaz de apreciar la comida, desarrollar el gusto y el disfrute por la gastronomía es una auténtica maravilla. Pero en este artículo quiero hablar de algo más que del deleite del paladar; quiero hablar de la felicidad –tal vez sería más preciso decir estado de felicidad.
Disfrutar plenamente de los sabores es, como ocurre con cualquier otro arte, una cuestión de aprendizaje. Una vez aprendido el arte, deleitarnos de ese disfrute resulta algo muy beneficioso para el intelecto, ya que nos amplia conocimientos y activa las conexiones sinápticas, abre nuevas vías de comunicación neuronal y despeja fronteras de los cognitivo. ¿Demasiado complicado? Bueno, en 2007, Pixar Animation Studios lo representó magistralmente en una de las escenas del ratoncito cocinero: veremos colores que no sabíamos que existían y aprenderemos a identificar texturas desconocidas hasta ese momento. Todo ello generará unos instantes de inconmensurable felicidad.
Según los estudios realizados por el psicólogo húngaro Mihaly Csikszentmihalyi, el momento de verdadera felicidad es aquel en el que nos encontramos más presentes, en el que estamos completamente comprometidos con la actividad por sí misma. Lo describía como un momento en el que el ego desaparece. Ese momento de máxima felicidad –que él denominaba el fluir– encuentra su máximo exponente en los procesos creativos del arte; en palabras del propio Csikszentmihalyi, sería como tocar jazz. Por otra parte, las filosofías orientales llevan milenios enseñando que nada puede compararse a la viveza del momento presente y que es en la capacidad de sentirlo donde se encuentra la verdadera y máxima felicidad. Una vez más, ciencia y sabiduría oriental se dan la mano.
No obstante, si bien es cierto que en el proceso creativo el artista se encuentra en pleno fluir, de ahí que Csikszentmihalyi considerase ese momento como el paradigma del mayor grado de felicidad, la obra terminada, en contrapartida, solo puede ser objeto de contemplación –y, tal vez, de quién sabe cuáles abstracciones filosóficas o intelectuales–, lo cual reduce la sensación de vivir el presente exclusivamente al momento de la ejecución de la obra. Por el contrario, en el arte culinario, el creador –que tendrá esa sensación de presente mientras produce su obra, calculando las cantidades y eligiendo los ingredientes– obtendrá auténtico fluir, sensación de presente y, por ende, máxima felicidad también con el producto de su obra en la deglución. Y un apunte más, éste más relacionado con las jerarquías de las artes que con el de su capacidad de producir felicidad: el arte del gourmet, a diferencia de las demás, sí que se halla libre de ego. Mientras que un artista está deseando que su obra se exponga ante las multitudes y ser reconocido por ello, el cocinero, el verdadero amante de la gastronomía, cocinará para producir una obra que solo estará disponible durante un reducidísimo periodo de tiempo y que, como apuntábamos, solo –este solo es totalmente irónico– servirá para hacernos presentes mientras dure la experiencia de la degustación. A un artista que produce un arte tan efímero y, en muchos casos, solo para su propio deleite y no para el de otros, no puede tachársele de ego maníaco. Como apuntara un amigo gastrónomo, es lo más parecido al amor sentimental de parejas: mucho tiempo de trabajo para obtener unos segundos de Nirvana (a buen entendedor...). En mi opinión, pocas actividades humanas pueden comparase a esta en la que un experto gastrónomo está practicando su disciplina. No hay mayor experiencia del presente que la de saborear un bocado mientras se identifican sus texturas, sabores y cualidades, incluso en uno desagradable –sino más.
Por último, no hay que olvidarse de otra de las maravillosas virtudes y bonanzas de este arte de la comida que es la de la nutrición. Aun a riesgo de citar una obviedad, es importante mencionar aquí que del comer dependerá nuestra salud. En resumen, saber comer y cocinar nos hará más inteligentes, más saludables y, por ende, longevos y, gracias a su enorme capacidad de hacernos vivir el presente, es una incomparable fuente de felicidad.
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