«Necesitamos lo breve, lo condensado, lo agudo», escribió Edgar A. Poe hace más de 150 años. Este genial escritor se adelantó a su época en muchas cosas; y con esta visión de que los textos habían de condensarse cada vez más, mostró una clarividencia sólo propia de las mentes más preclaras.
Cuántos libros se leen hoy en día es algo imposible de saber puesto que los números sólo nos pueden hablar de las ventas, y la compra de un libro no implica necesariamente su lectura; de hecho, es un hábito el de comprar una obra por su popularidad y, sin embargo, no pasar de las primeras páginas. Es la necesidad imperiosa de ir al grano para con la mayor brevedad posible acudir a otra cosa. Planteémonos cuántos medios digitales de comunicación instantánea hay. ¿A qué se debe tal proliferación?
Hoy el tiempo pasa más rápido que nunca antes en nuestra historia, y por eso sentimos tal aprecio por la lectura de textos breves, más bien concisos, cuya información condensada nos ocupe poco más que unos segundos. Lo mismo ocurre con la información audiovisual, donde se registran hasta millones de visualizaciones de productos que no exceden de unos escasos minutos de duración. Por eso, es la infografía la que se está proclamando reina de las comunicaciones, pues requiere de mucha menos atención para una determinada cantidad de información.
Sin entrar aquí ni ahora (que no hay tiempo para eso) en considerar la pérdida de los aspectos estéticos que viene con la necesidad de ser conciso, la pregunta que plantea este fenómeno de lo breve súperbreve dos veces breve es si irá en detrimento del conocimiento o, peor aún, de la cultura. Permítaseme citar a uno de los grandes, Umberto Eco, quien nos dijo al respecto:
«Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles».
Nos aferramos a lo corto, a lo inmediato, a lo visual. Cada vez le restamos más importancia a las sutilezas estéticas; incluso en el lenguaje más sofisticado la tendencia mayor es la de dejarse de requiebros y sintetizar todo lo posible. Esto hace que hoy en día la información se reciba más y con más gusto en paquetes de un reducidísimo número de caracteres, y es ahí donde radica el problema de los bulos o los hoax. Uno, como lector, se ve limitado para discernir entre las fuentes fiables y las que no lo son, por lo que, sin saberlo, sabiendo cada vez más, se irá desinformando.
La desinformación es toda situación en la que al receptor no se le permite el ejercicio pleno del derecho a la información. En otras palabras, la desinformación es cuando la información o es parcial o no es rigurosa. Por tanto, siempre que el destinatario de la información reciba un producto informativo incorrecto, sea la que sea la causa, se estará tratando de desinformación; y la causa que más abunda es la falta de rigor que está campando a sus anchas entre las teclas de los ingeniosísimos autores de todo el planeta. ¿Pedante? No. Sencillamente me hago Eco de la opinión que no todo el mundo puede dar su opinión. Y menos a la ligera. Esto entra en conflicto con el concepto de la libertad de expresión, al menos, a priori. Sin embargo, el problema no es estar o no a favor de la libertad de expresión; el problema es que se tiende a olvidar que un derecho no puede vulnerar otro, y que una libertad termina allí donde empieza otra. Cuando les permitimos a los idiotas difundir libremente su opinión en pro de ese derecho de libertad de expresión, estamos vulnerando el derecho de los demás a ser instruidos, así como el derecho al conocimiento veraz. Por tanto, libertad de expresión sí, pero para aquellos que puedan expresar algo con coherencia y que tenga fundamentos sobre los que basarse. Lo que está ocurriendo hoy día es que cualquiera —incluso yo— puede tener una opinión sobre cualquier disciplina; abrir un blog; escribir artículos y dar consejos; criticar abiertamente las nociones científicas más consolidadas; ¡y resultar incluso fuente de referencia! Y así, con la misma facilidad con la que podemos acceder a la información podemos publicarla. Basta un simple aca para que, instantáneamente, cientos de miles de personas puedan conocer nuestra opinión sobre algo. Así que, con la misma facilidad con la que podemos leer verdades científicas, nos podemos encontrar leyendo auténticas aberraciones sin si quiera ser conscientes de ello. Pero lo que realmente hace increíble esta aplastante democratización del saber no es tanto el hecho de que se publiquen tonterías, falacias y demás tipos de mentiras que nos pueden desinformar, sino el hecho también impactante de que nos encontramos con versiones completamente antagónicas de una misma verdad. En otras palabras, hoy en día hay suficiente información emérita y erudita para confirmar cualquier teoría como para refutarla.
Lo que la era virtual de la sobreinformación nos enseña es que, hoy más que nunca, la Realidad y la Verdad no van de la mano; que el conocimiento es total y absolutamente relativo. La era de una verdad única ha desaparecido para siempre. Hemos entrado en la era del conocinvento, conocimiento e invento indisolublemente confundidos, que no unidos; una era con plena libertad tanto para recibirlo como para compartirlo.
Los de mi generación, sin embargo, crecimos con la convicción de que había una Verdad y una Realidad, y que había cuatro tipos de personas en el mundo: aquellos que conocían la primera nada más, que eran los santos y místicos; los que conocían la segunda solamente, que eran los científicos y los filósofos; los que conocían ambas, que eran los genios; y por último, estábamos todos los demás, los que no conocíamos ni una ni otra, pero difundíamos todos los cuentos chinos del mundo con absoluto convencimiento. Crecimos oyéndoles decir a nuestros abuelos que las cosas ya no eran ni se hacían como antes; y eso venía a ser sinónimo de ser peores. Nos decían cosas tales como que los coches ya no eran como los de sus tiempos, y que aquellos sí que eran coches; que las frutas y las verduras ya no eran como las de un tiempo, que las de antes olían y sabían; que vale, que antes no tenían calculadoras ni bolígrafos, pero que con el ábaco y la tinta china aprendían más y mejor de lo que lo haríamos nunca nosotros; que los hombres de antes sí que eran hombres… que los valores de antes… Es decir, hemos pasado de una generación que tenía el convencimiento absoluto de que había una verdad única a una en la que las verdades son tantas que no hay ninguna; la generación que creía que la técnica de su tiempo era la mejor alcanzada por el desarrollo humano ha dado paso a la que sabe que el aparato que se tiene en las manos es indudablemente caduco, puesto que en un periodo no superior al año habrá sido mejorado por un nuevo modelo.
Las nuevas generaciones han asumido el concepto nihilista de que no puede haber una verdad. ¿Cómo no, si con la desinformación y la sobreinformación todo es verdad y todo es mentira? Por lo demás, es más cómodo permanecer en ese limbo de la incerteza de las cosas que saber algo a ciencia cierta, puesto que lo primero deja siempre la posibilidad de cambiar de opinión o de bando, con lo que se queda la puerta cerrada al yerro, mientras que lo segundo es necesariamente monolítico y obliga a tener que construirse cimientos sólidos y defensas a prueba de cañonazos.
Ahora bien, parece comprobado científicamente que lo que importa a la hora de fertilizar la inteligencia es la cantidad de estímulos a los que se la someta, y por lo tanto, si bien un tiempo la lectura fue el medio que mejor y más podía abonarla, no por ello debemos concluir que el ya no dedicarle tanto tiempo a los libros signifique una disminución de dicha fertilización; la cantidad de estímulos a los que una persona está sometida en la actualidad, desde los primeros meses de vida hasta su edad adulta es con diferencia algo que no tiene precedentes en la historia de nuestra evolución. No puede ser una casualidad que el número de personas con altas capacidades sea tan elevado y que la tendencia sea ascendente. Y es que recibimos decenas de millares de estímulos diariamente, accedemos a todas las culturas del mundo de manera instantánea, y no se nos cierra ninguna manifestación de la producción y/o la creatividad, y todo el conocimiento que se haya podido compilar jamás está a nuestro alcance. Por eso, convengo con mi admiradísimo Poe en que, si bien puede ser que hayamos perdido en fondo, hemos ganado en habilidad mental, y lo cito de nuevo:
«No estoy seguro de que los hombres actuales piensen más profundamente que los de hace medio siglo, pero no cabe duda de que piensan con mayor destreza, tacto y método, y menos excrecencias mentales».
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