El azúcar, víctima de la desinformación

 


En el siglo pasado, nos lo creíamos todo, y la proliferación de bulos o cuentos chinos era apabullante. Las cosas se contaban porque alguien lo había dicho. Sin importar qué grado de fiabilidad tuviese la fuente, las cosas se contaban… y nos lo creíamos. Así, ninguno de nosotros habíamos visto jamás al chupacabras, pero todos sabíamos que era real. Nos creíamos que alguien en una curva había recogido en su coche a una autoestopista fantasma, y a ninguno se nos ocurría mirarnos en un espejo de noche sujetando una vela delante del rostro para invocar el nombre de la Verónica por tres veces (¡jamás!). Todos sabíamos, por supuesto, que la Coca Cola tenía un ingrediente secreto; que Walt Disney se hizo criogenizar; que Elvis Presley no estaba muerto; que los nazis no pudieron invadir España gracias a que las líneas del ferrocarril aquí son más anchas que en el resto de Europa; que en el Área 51 quedaban los cuerpos de los alienígenas de Roswell; que en las alcantarillas de Nueva York había cocodrilos blancos porque los compraban de pequeños como mascotas y luego los tiraban por el retrete; que alrededor de los restaurantes chinos no había gatos ni la policía sabía de ningún chino que muriese porque ambos, gatos y personas, eran parte de la comida que servían… y nos lo creíamos simplemente porque nos lo habían contado. Se trataba de auténticas creencias, supersticiones modernas, que transmitíamos de boca en boca, sin plantearnos nunca, ni por un segundo, la veracidad o el origen de su fuente. Siempre había alguien a quien le hubiera sucedido, por lo que no importaba cuán inverosímil y sobrenatural el relato, siempre acababa calando en lo más profundo de nuestra cultura.
«Pero hoy las cosas son distintas —dicen mis alumnos más jóvenes—. Las leyendas urbanas son levantadas por los aires en menos que suena un mensaje de WhatsApp. ¡Tenemos detectores de mentiras! Se hacen llamar cazadores de mitos. Gracias a ellos ya no nos las cuelan —me dicen—, ¡qué no te enteras profe!»
Pues bien, yo tenía la costumbre de pedirle a cada uno de mis alumnos que trajeran a clase una cita famosa todos los meses; debían buscarlas en fuentes fiables, por supuesto, y leerlas en voz alta. Una vez escuchadas todas, se votaría por la mejor y la vencedora recibía el honor de colocarse en la pizarra como cita del mes. En una ocasión me trajeron la tan celebrada cita de Einstein según la cual el universo al igual que la estupidez humana es infinita. La discusión estalló en clase por mi culpa pues no se me ocurrió otra cosa que ponerla en duda. Apenas conozco la obra del eminente científico y genio de la humanidad pero, tal vez embriagado por mi propia arrogancia, algo me hacía sospechar que el buen profesor jamás habría dicho algo así, por lo que les pedí que lo investigaran y que se asegurasen de que efectivamente tal sentencia había sido enunciada por él. Por supuesto, mis alumnos se mofaron todo lo que quisieron pues estaba poniendo en entredicho lo que salía de Internet… El día siguiente me confirmaron que Albert Einstein jamás dijo nada parecido. «Así que, ya no os las cuelan —dije yo, con aire de satisfacción—, ¿verdad?»
Por mucha información que haya, por mucho Internet, los cuentos chinos proliferan hoy en día tanto o más que en siglos pasados. Hace poco, un compañero de trabajo, un profesor de inglés con los mismos conocimientos de bioquímica o neurofisiología que yo de ugrofinés, se preocupó por mi salud al ver la cantidad de cafés que me tomaba y me avisó de su nocividad. Todos sus argumentos se sustentaban sobre los contenidos de un blog y hacía uso de palabrejas muy serias como neurotoxina y adenosina. Al llegar a casa decidí contrastar esa información y resultó que no hay ningún estudio serio que pueda demostrar de manera categórica que el café sea malo para la salud —al menos, no más dañino de lo que pueda serlo cualquier otra sustancia.
Pero uno de los bulos más grandes, más impactantes, y más difundidos actualmente es el que concierne a la toxicidad del aceite de palma. Se ha oído, se ha leído en todas partes e ¡incluso se ha visto en vídeos de YouTube! Tal es el poder de la alianza entre los cuentos chinos e Internet.
Veamos, para empezar el aceite de palma se ha introducido en los mercados precisamente para desplazar a las grasas hidrogenadas que se han venido usando con anterioridad y que se han demostrado nocivas para la salud. Por tanto, en primer lugar, tenemos que saber que se trata de un producto que ha sido elegido para substituir a uno malo. Ahora bien, este aceite es muy rico en grasas saturadas. Pues bien, las grasas saturadas no son buenas para la salud, al menos no en grandes cantidades. La American Heart Association, en su Guidelines for cardiopulmonary resuscitation and emergency cardiac care, volúmen 268, publicado en 1992, aconseja que el valor total de grasas a consumir al día no supere el 30% de la ingesta diaria recomendada, y que, de este total, las grasas saturadas sean un máximo del 25%. Por tanto, no es que se trate de veneno, sino que, como con todo, si consumimos demasiados alimentos con alto contenido de aceite de palma, corremos el riesgo de ponernos malos. En otras palabras, sencillamente es preferible no abusar de él.
Pero ahora viene lo verdaderamente interesante, y es que la composición química del aceite de palma es casi exactamente igual a la del aceite de oliva:
Palma, CH3-(CH2)5-CH=CH-(CH2)7-COOH
Oliva, CH3-(CH2)7-CH=CH-(CH2)7-COOH
También es importante saber que el aceite de palma contiene un máximo de 48% de grasas saturadas, las malas; pero hasta un 46% de las insaturadas, es decir, las buenas. Redondeando, podría decirse que el 50% de sus grasas son buenas, y el 50% son malas. Por tanto, ¿por qué demonizarlo? Si es por eso, también habría que demonizar al aceite de oliva —el único aceite que no sale mal parado en los estudios de composición es el aceite de girasol, uno de los que menos clamor tiene entre los cocineros. Veámoslo.

Todos los aceites tienen una composición química muy parecida entre sí: contienen básicamente glicéridos. Los glicéridos son el producto de la reacción entre un alcohol tridifuncional y una serie de compuestos de la familia de los ácidos grasos. Estos ácidos grasos son de dos tipos, saturados e insaturados. El contenido de ácidos grasos saturados e insaturados varía de un tipo de aceite a otro. El colesterol, que es el responsable de la formación de las placas ateromatosas en las arterias y, por consiguiente, de los infartos, está asociado a los ácidos grasos saturados, o grasas saturadas, y no se encuentra entre las grasas insaturadas. Por tanto, cuánto más bajo sea el contenido de ácidos grasos saturados, mejor será el aceite para la salud. Pues bien, el aceite de oliva contiene un 18% de grasas saturadas —las malas— frente al de girasol que tiene un 12%.
Más: otra característica común a todos los aceites es el contenido en ácidos grasos esenciales omega-3 y omega-6. Aunque el cuerpo humano no puede sintetizarlos, o los sintetiza en cantidades insuficientes, ambos son indispensables para la salud. Es por eso que debemos ingerirlos a través de la nutrición de forma regular. Pues bien, el aceite de oliva contiene un 9% de omega-6, mientras que el aceite de girasol contiene un 71%. En cuanto al omega-3, ambos contienen la misma cantidad, que es muy cercana al 0%.
Pero no queda todo aquí. El aceite de oliva se hace más nocivo para la salud cuando se lo somete a altas temperaturas, es decir, cuando lo usamos para freír, porque contiene algo que el aceite de girasol no contiene: ácidos grasos libres, no esterificados, y contiene más cuanto menos refinado sea, es decir, cuanto más virgen. Estos ácidos libres son los responsables del sabor agrio tan particular del aceite verde. Pues bien, cuando este oro líquido es sometido a altas temperaturas tienen lugar una serie de reacciones químicas de oxidación que transforman los ácidos libres en aldehídos, como la acroleína, que son muy dañinos para la salud. Estas reacciones, obviamente, son más cuantiosas cuanto mayor sea la temperatura y cuanto mayor sea el tiempo de cocción o fritura (por eso es perjudicial usar el mismo aceite para varias frituras). Por tanto, químicamente hablando, el aceite de girasol es mejor que el de oliva, especialmente para los fritos.
Así que, en conclusión, a pesar de vivir en la era de Internet, de contar con san Google y con la mayor cantidad de información que jamás haya tenido el ser humano a su disposición, los bulos siguen campando a sus anchas.
Según un estudio de la Universidad de Carolina del Sur, en 2007, se emitieron
19.000.000.000.000.000.000.000 bytes
de información sólo a través de televisión y GPS; y la misma universidad informa de que sólo en Estados Unidos, en el año 2008, se consumieron
3.600.000.000.000.000.000.000 bytes
de información. Martin Hilbert, el director de este estudio, lo ejemplificó de la siguiente manera: «Si la información almacenada en 2007 se grabara en CD-ROMs, la pila de discos llegaría de la Tierra hasta más allá de la Luna».
En un mundo en el que ya superamos los siete mil millones de almas, la información, el conocimiento, el saber, nos deja números que dejan en ridículo con facilidad a las cantidades más ambiciosas de la astronomía. Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que esa ciencia podía presumir de emplear las cifras más grandes que se pudieran concebir; de ahí el término cifras astronómicas. Sin embargo, hoy eso ha cambiado. Estamos más que acostumbrados a los términos de miles de millones. Cuando en la Antigua China para expresar una cantidad exorbitante, casi impensable, se empleaba la expresión diez mil, o cuando que los antiguos romanos difícilmente lograban contar más allá del millón, hoy podemos decir casi sin pestañear que existen al menos 47.300.000.000 de webs en todo el mundo, con un total aproximado de
800.000.000.000.000.000.000 bytes
de información (según la www.size.com, a fecha de 31 de mayo de 2013). Más aún, según datos de la Wikipedia, en febrero de 2011, había 156.000.000 de blogs en el mundo, y según el metrónomo actual de contenido blog, se publican una media de 3.000.000 de artículos al día en todo el mundo, lo que quiere decir que, solamente en blogs, podemos encontrarnos con 1.095.000.000 artículos nuevos cada año en los blogs de todo el mundo.
¿Qué hacer con tanta información, y más cuando está a nuestro alcance? Hasta hace veinte años, había un escaso acceso a la información que se limitaba a lo que podía estudiarse en universidades y a los libros a los que se pudiera tener acceso. Pero en el siglo XXI podemos acceder a toda la información que la creatividad y el ingenio humano ha desarrollado (o, al menos, a casi toda ella). Sólo hace falta una conexión a internet y un buscador. Da igual si se accede desde un potentísimo ordenador o desde una simple tablet, desde un portátil o desde un teléfono móvil, la información está a un abrir y cerrar de archivo (aca).
Ahora mismo, con un aca se puede acceder al conocimiento más sofisticado, o al más inverosímil. Cuando yo estudiaba en la universidad, sólo la idea de poder traducir tablillas sumerias de hace más de 5000 años de antigüedad era un sueño, una verdadera utopía. Sin embargo, ahora no sólo podemos encontrar los textos de dichas tablillas en Internet, sino que podemos encontrar fotos de gran resolución y a tamaño real de las mismas, y, lo que es más importante, diccionarios Online que nos ayudarán a traducirlas paso a paso, del lenguaje cuneiforme al inglés, y ello sin que haga falta pagar una matrícula universitaria, ni pedir autorización para acceder al depósito de una biblioteca nacional, sino, simplemente con un aca.
Esto es válido para cualquier faceta del saber. Si buscamos en Wikipedia bajo la voz Revistas Científicas, nos aparece una lista de ¡205 revistas! Todas ellas tienen publicación electrónica y publican centenares de artículos al año. Literalmente, la información científica que se publica anualmente es exorbitante.
A la casi infinita cantidad de información que hay en Internet, hay que añadirle la que se publica diariamente en papel u otros soportes duros. Según la Agencia Internacional de ISBN hay más de 900.000 editoriales repartidas en más de 200 países de todo el mundo. Si cada editorial publicara sólo 10 nuevos títulos al año, en el mundo habría nueve millones de nuevas publicaciones cada año. Pero esta cifra es, en realidad, mucho mayor: ¡sólo en España se publican 40 mil nuevos títulos cada año! La Biblioteca Nacional de España guarda más de 28 millones de publicaciones, entre las que hay 30 mil manuscritos, 3 mil incunables, 6 millones de monografías, 110 mil revistas y 20 mil periódicos. Pero la BNE se queda pequeña al lado de la biblioteca más grande del mundo, la del Congreso de los Estados Unidos, que contiene la friolera de 151.785.778 publicaciones, y la British Library, la segunda más grande del mundo, que contiene nada menos que 150 millones.
La gran mayoría de toda esa información está a nuestro alcance, a tan sólo un aca de distancia. ¿Cómo es posible, entonces, volviendo a nuestro punto inicial, que podamos seguir creyéndonos cosas como las del café o del aceite de palma? Podríamos pensar que tenemos la posibilidad de ser más sabios que nunca, pues sólo es cuestión de elegir qué conocimiento queremos adquirir y, ¡aca! Pero, sin embargo, no es así. No hace mucho que un familiar adicto a la Coca Cola me dijo que había oído que, en un vaso de su refresco favorito, un tercio era azúcar.
—¿Y qué? —le pregunté con hastío.
—¿Cómo que y qué? —se ofendió—. ¿Tú sabes lo malo que es el azúcar? ¡Es veneno para el cuerpo!
—¿Veneno? ¿Quién lo dice? —le pregunté.
—Pero mira que puedes ser ignorante —replicó, con aires de superioridad—. Todo el mundo lo sabe. ¡Hasta hay vídeos en Youtube!
De nuevo, al volver a casa, hice mis deberes y descubrí que, efectivamente, ahí tenemos otro bulo que campa a sus anchas en la era de la información. Para empezar, la fuente más importante y seria, que es la Organización Mundial para la Salud (OMS), en su estudio Diet, nutrition and the prevention of chronic diseases. Report of the joint WHO/FAO expert consultation. WHO Technical Report Series, No. 916 (TRS 916), y que el lector podrá descargarse íntegro en pdf en el siguiente enlace:
deja claro que los estudios sobre la toxicidad del azúcar son, y han sido siempre, poco concluyentes, por lo que resulta imposible determinar que sus efectos sobre la salud sean dañinos. Los datos históricos, por otro lado, son algo objetivo e incuestionable.
Desde 1700 hasta 1900, la ingesta de azúcar pasó de 2 a 40 kilogramos anuales por persona. Hoy en día, y desde 1950 nos encontramos en una tasa promedio de 65 kilogramos anuales por persona. Si un defensor de la tesis del veneno me comparara el aumento de este consumo en la historia con el aumento de las enfermedades cardiovasculares, lo mandaría a paseo, puesto que no se dispone de datos a este respecto anteriores a 1970, y aun así, éstas no se han disparado más que a partir de 1990, por lo que no estaría teniendo en cuenta los 30 kilogramos anuales que consumiríamos por persona a lo largo del siglo XIX, ni los 40 kilos de la primera mitad del siglo XX.
Yo, en cambio, le propondría un cotejo similar, pero con la tasa del desarrollo intelectual, es decir, comparar la evolución de la tasa del coeficiente intelectual medio con la evolución del consumo de azúcar en el tiempo. Se vería cómo ambos aumentos van de la mano. ¿Casualidad? ¿No será que desde las altas esferas no nos quieren tan inteligentes, y por eso nos convencen de que consumamos menos azúcar cuando el verdadero problema es el sedentarismo? Pero eso es materia para otro artículo.

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