Llega el 31 de octubre y el mundo anglosajón se viste de naranja y negro. El mundo hispanoparlante, aunque se resiste aún un poco, también los va incorporando cada vez más. Muchos son los que reaccionan en contra de esta festividad extranjera que quiere implantarse con fuerza y yo, desde luego, no me encuentro entre ellos. Desde los púlpitos elevados en sueños de los doctos de supuestos recuerdos de tiempos mejores que fueron y ya no son por –entre otras– culpa de los anglosajones y sus maneras, se me ha criticado mucho por defender esta festividad y alentar su propagación. Por mi parte, hace mucho que comprendí que entender las cosas no es necesariamente aceptarlas, pero, desde luego, es el camino para perdonar.
Quiero aprovechar esta invitación a dar una charla sobre Halloween para ayudar a entenderla, explicar su origen y, tal vez mas importante aún, saber a qué aspira o, dicho de otro modo, hacia donde se debe orientar su celebración.
Empecemos por decir que, contrariamente a lo que circula mucho por ahí, no es una festividad estadounidense. Es cierto que ellos la han hecho muy suya y la han exportado al mundo entero a través, probablemente, del cine. Pero Halloween es una festividad muy europea por cuanto es celta, probablemente incluso de orígenes prerromanos. Se sabe que los antiguos druidas celebraban la festividad del Samhain en las Islas Británicas y en Irlanda, una celebración que festejaba el final del verano y el comienzo del invierno, el 1 de noviembre. La noche anterior, el 31 de octubre, se producía el encuentro de los vivos con los muertos porque, según sus creencias, en esta noche las criaturas de la oscuridad podían pasarse al otro lado con más facilidad. Es importante, y mucho, y esto va sobre todo dirigido a aquellos detractores de la festividad argumentando que los cristianos tenemos nuestra propia fiesta y que es, por lo demás, según creen, la original, que fue el papa Gregorio III, en el siglo VIII, quien estableció la celebración de Todos los santos –los finaos, en Canarias– y que eligió para dicha celebración precisamente la fecha del día 1 de noviembre para rivalizar con el Samhain, de manera de convertir a la noche del 31 de octubre en una noche dedicada a la consagración de las almas de los pasados. Esta nueva festividad “cristiana” fue luego ratificada por el papa Gregorio IV en el siglo VIII. El nombre Halloween, de hecho, deriva de la combinación del inglés All Hallows’ Eve –la noche de todo lo consagrado. Una vez más, los padres de la Iglesia obraron con astucia cristianizando y adoptando como propias las tradiciones paganas ancestrales –véase el origen de la Navidad, la Pascua y el Carnaval.
Ahora bien, ¿cómo, y por qué, se ha pasado de una festividad sagrada de los druidas a la parafernalia del disfraz del terror, las calabazas y las golosinas? Vayamos por partes.
Primero, el disfraz.
Los antiguos celtas creían que las personas malas al morir vagaban por un lugar penoso y oscuro entre el cielo y la tierra. Pero, el 31 de octubre, cada año, los dioses les brindaban la oportunidad de regresar al mundo de los vivos. Esto podía ocurrir solo porque se consideraba esta fecha como la del inicio del invierno, es decir, la que tiene la noche más larga del año. En este asunto, lo digo abiertamente, considero que no es lógico suponer que las antiguas culturas germánicas no supieran en qué día cae verdaderamente el solsticio de invierno, por lo que, en mi opinión, ellos celebrarían el Samhain el 21 de diciembre pero que, por algún error de cálculo posterior o debido a los diferentes cambios de calendarios por los que las culturas europeas han ido pasando o por una combinación de ambos factores, la fecha quedó confundida –y asentada. En cualquier caso, disquisiciones sin importancia a parte, la tradición decía que los muertos podían regresar ante los vivos para pedirles perdón. El motivo era conseguir la redención y alcanzar el paraíso celta. Si el muerto le había hecho daño a alguien y este alguien seguía con vida o, en caso contrario, su familia lo estaba, podía presentarse durante la noche en sus casas y pedirles perdón. Llamarían a la puerta. Toc, toc, toc. «¿Quién es?» Contestarían del otro lado y, al abrir, se encontrarían con un alma en pena que les propondría un trato: «me perdonas o te lanzo un conjuro». He aquí el origen del tan característico truco o trato (Trick or treat, donde la primera está por hechizo y la segunda está por acuerdo). El muerto, que claramente no sería perdonado, viendo las formas que traía, se vería obligado a seguir vagando por entre los vivos durante toda la noche y, dicho claramente, molestándolos y asustándolos. Para evitarse este fastidio, los habitantes vivos se vestían de fantasmas o muertos con la esperanza de confundir a las almas en pena y no ser molestados. Esta tradición sobrevivió hasta bien entrados los siglos de la modernidad en Irlanda, Escocia y Gales, reductos de las culturas célticas. Y fueron estos, al emigrar a las américas, los que introdujeron el culto de Halloween en Estados Unidos, a mediados del siglo XIX. Allí, acabó por adoptar la forma de festividad que todos conocemos.
Segundo, las calabazas.
No eran calabazas. En Europa no se daban. En origen eran nabos, que de esos había, y muchos, en toda Europa. En Escocia y en Irlanda los niños solían tallar los nabos con rostros horribles. Su origen se encuentra en el cuento de Jack O’Latern. Cuenta la leyenda –irlandesa, para más señas– que Jack era un jugador empedernido y que siempre ganaba en las apuestas. Tan seguro estaba de sí mismo que solía alardear de que le ganaría al juego al mismísimo demonio. Dándose por retado, un día, el demonio se le acercó. Jack lo retó a subirse a un árbol y cuando el demonio lo hizo, éste rodeó el tronco con cruces para tener al demonio atrapado en su cima. A cambio de dejarlo bajar, Jack le hizo prometer al diablo que no lo aceptaría jamás en el infierno. Así acordado, Jack retiró las cruces y el demonio se marchó. Cuando Jack murió, habiendo vivido una vida de juego, trampas y, además, mucho alcohol –era irlandés, no lo olvidemos–, San Pedro no le permitió entrar en el paraíso. Como tampoco podía entrar en el infierno, debido a la promesa del demonio, Jack se vio obligado a vagar por la eternidad entre ambos mundos, el el paraíso y el infierno, así como entre el de los vivos y el de los muertos. Para poder iluminar su camino, se fabricó vaciando un nabo –como era el uso en la época– una lamparilla. Desde entonces, en todos los hogares se encenderían lamparillas hechas de nabo y se colocarían en las ventanas para iluminarle a Jack el camino en la noche más larga –repetimos la confusión con el solsticio de invierno. Hay quienes dicen que, en realidad, era más bien para ahuyentarlo. Cuando la tradición se exportó a Estados Unidos, siendo la tierra de la calabaza y prestándose este fruto mucho más grande y más fácil de vaciar, rápidamente sustituyó al nabo.
Tercero, las golosinas.
Esto sí que es típicamente –y originado– en los Estados Unidos. Truco o trato, convertido en el significado actual de la frase, es una cancioncilla que los niños entonan puerta por puerta en representación de esas almas en pena que vagaban buscando el perdón de los vivos. Pero el truco, es decir, el maleficio o hechizo, visto que no es algo que ningún niño pueda ejecutar –salvo que haya estudiado en Hogwarts– se ha sustituido por la travesura –que puede llegar a rozar el puro vandalismo. Hoy día, esta travesura consistirá en tirar huevos, preferiblemente podridos, a las ventanas de las casa siempre que no se les de un trato (treat) que, en los tiempos modernos también significa premio, entendido como chuche. En otras palabras, o me das chuches o te tiro huevos podridos a la ventana. Aunque el motivo por el que las ciudades americanas se llenaran de dulces y caramelos tiene un origen mucho más macabro. En Escocia e Irlanda, los chavales realizaban todo tipo de travesuras en la noche del 31 de octubre, casi siempre relacionadas con nabos horripilantes o repollos ardiendo, aunque podían llegar a darse casos de robos de cancelas de los jardines. No obstante, y cuando la tradición se exportó a los Estados Unidos, con el tiempo, las travesuras llegaron a ser auténticos actos de vandalismo y, especialmente a partir del siglo XX, llegaron a cobrarse incluso víctimas mortales. En 1902, muchas ciudades de la costa este habían llegado a tal grado de sufrimiento por los actos vandálicos de los jóvenes durante la noche de Halloween que un periódico, el Cook County Herald, llegó a publicar un artículo en el que se aconsejaba abrir fuego contra cualquier persona que entrase de noche en un jardín o en la propiedad privada. En 1907, en Tucson, Arizona, unos chavales tendieron un cable en el suelo de una calle para hacer caer al suelo a los viandantes y una de las víctimas de la broma se convirtió en el verdugo de uno de los bromitas, sacando de su bolsillo una pistola y abriendo fuego contra ellos. Y durante la década de los años 20, el fuego se convirtió en el protagonista de la fiesta, y se llegaron a reportar incendios provocados tan grandes que hacían que el cielo nocturno se iluminara en naranja. Tanto así, que muchas ciudades se plantearon prohibir la festividad. Sin embargo, la solución llegó de la iniciativa de algunas organizaciones civiles y religiosas y fue, nada menos, que la de organizar celebraciones en formas de fiestas en grandes locales o áreas de barrios en donde, además, para traer a los jóvenes, se les regalaban dulces, pasteles y chucherías. De este modo, se logró endulzar una fiesta que iba tomado un carisma más tétrico y vandálico cada año.
¿Por qué, entonces, estoy a favor de que Halloween se convierta en una festividad internacional? El motivo por el que hoy en día los niños se visten de monstruos, fantasmas o brujas ya no tiene nada que ver con las creencias antiguas y todo que ver con la normalización del miedo. La festividad es una forma que los adultos escogemos para luchar contra las supersticiones más ancestrales; la creencia en fantasmas, muertos vivientes, brujas y monstruos. Normalizar –y hasta ridiculizar– estas creencias, convertirlas en motivos de celebración, ayuda a superar el miedo, a conocer la verdad y a disfrutar de la fantasía del terror. Es como subirse a una montaña rusa –se pasa muchísimo miedo a pesar de saber que nada peligroso puede pasar. En una palabra, es exorcizar al miedo. De ahí que, como costumbre ineludible de Halloween está la de contarse cuentos de terror en una sala poco iluminada o, más modernamente, hacer una maratón de películas del género. Y es aquí donde entra la literatura.
La narrativa del miedo es, probablemente, tan antigua como el ser humano. Las criaturas que la protagonizan han ido variando con los tiempos. Desde los antiguos sumerios y acadios, pasando por los griegos, romanos, la época medieval y el renacimiento, un sinfín de monstruos y criaturas han poblado nuestra imaginación hasta hoy en día y Halloween, con sus tres noches, que van del 31 de octubre al 2 de noviembre, es una ocasión perfecta para leer –o releer– los relatos de Edgar Allan Poe y Charles Dickens, las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer o los cuentos de Jorge Luis Borges y H.P. Lovecraft.
Personalmente, creo que este sinfín de criaturas que han protagonizado nuestras peores pesadillas se pueden dividir en tres grandes grupos. El primer grupo ha de ser el de las criaturas más inverosímiles, monstruos antropomorfos, zoomorfos o amorfos que conviven con nuestra imaginación desde los orígenes de nuestra civilización. Pazuzu y Lamashtu, demonios sumerios ancestrales, darán origen a los posteriores derivados medievales, las diferentes formas del diablo o demonio como Satán y Belcebú, los íncubos y los súcubos. Más recientemente, surgieron de la imaginación de nuestros poetas y narradores los más modernos monstruos como Frankenstein, la criatura de la laguna negra, Cthulhu o Pennywise, por citar solo los unos pocos.
El segundo grupo estaría conformado por seres horribles y amenazantes que, habiendo sido humanos en vida, han cambiado de naturaleza: vampiros, hombres lobos, zombis, brujas, fantasmas o espíritus de los muertos y, mi preferido, el alma en pena.
El tercer grupo sería el de los humanos con mentes retorcidas y carentes de sentimientos, psicópatas, desequilibrados, locos y dementes asesinos; en este grupo encontramos a personajes con nombres y apellidos, surgidos en novelas o películas, como Jack el Destripador, Mr Hide, de Dr. Jekyll y Mr. Hide, Jason Voorhees, de Viernes 13, Michael Myers, de La noche de Halloween, John Kramer (Puzzle), de Saw, Hannibal Lecter, de El silencio de los corderos, o Leatherface, de La matanza de Texas.
Sin embargo, y a pesar de la gran cantidad de criaturas perversas que han protagonizado las historias más terroríficas desde la noche de los tiempos, el género literario como tal, es decir, la novela de terror nace hace relativamente poco.
El primer cuento de terror que encontramos en la literatura es el de Horace Walpole. Su relato The Castle of Otranto es de 1765. Fue este autor quien acuñó el término de novela gótica –haciendo referencia a ese periodo que los ilustrados del siglo XVIII como Walpole, y hasta nuestros días, erróneamente consideraban un tiempo de oscuridad en el que las personas, al no disponer de la ciencia, dependían totalmente de sus creencias religiosas y supersticiones, miedos y horrores.
Poco después de Walpole, llegaron los relatos de Ann Radcliffe y de su pluma nacieron las novelas góticas que servirían de inspiración a todos los que han venido después. En 1789, publicó The Castles of Athlin and Dunbayne, y en 1790, A Sicilian Romance. En 1791, The Romance of the Forest, y en 1794, The Mysteries of Udolfo, convirtiéndose en la novelista más importante y famosa de su tiempo en Inglaterra. En 1797, Radcliffe escribió su última novela de género gótico, The Italian, con la que ganó la mayor suma de dinero que había ganado nunca una mujer.
Radcliffe consolidó la idea tan icónica del terror que convierte en perfectamente natural y posible todo lo que es aparentemente extraño e imposible. Y si bien los protagonistas del primer y segundo grupo, como hemos visto son tan antiguos como el ser humano, Radcliffe sentó las bases para los del tercer grupo, creando personajes como Schedoni, el monje terrible, a quien describe así: «Era de alta estatura, y, aunque extremadamente flaco, sus miembros eran grandes y sin gracia y, como andaba a grandes pasos, envuelto en los negros hábitos de su orden, su aspecto era terrible y casi sobrehumano. Su capucha, además, al proyectar una sombra de lívida palidez sobre su rostro, aumentaba la fiereza de éste y confería un carácter poco menos que horrible a sus grandes ojos melancólicos. La suya no era la melancolía de un corazón sensible y herido, sino aparentemente la de un carácter tétrico y feroz».
Luego llegaría Mary Shelly, con su obra más representativa, Frankenstein o el moderno Prometeo. Detengámonos un momento para contar cómo y cuando surgió esta obra.
Año 1816, la Villa Diodati, en Suiza, sobre el Lago Ginebra. Verano. El sol no brilla con la misma intensidad de años anteriores, de hecho, muchos periódicos lo recordarán como el año en el que no hubo verano. Mary Shelley (aún no llevaba ese apellido) su amante, Piercey Shelley, y la hermanastra de Mary, Claire, se hospedan en un hotel cercano a la villa. Los tres son escritores, dos poetas y una novelista; los tres grandes amantes del género gótico. Claire, tiene una idea: decide invitar al poeta de fama mundial Lord Byron para que se reúna con ellos. Éste acepta, acompañado de su ayudante John Polidori. Cinco mentes brillantes coincidirían así bajo un mismo techo para discutir sobre poesía, narraciones terroríficas, la vida y la muerte. Una semana después, los celos se van posando en los corazones y surge una disputa. La forma de resolverla es retándose a escribir el mejor cuento de terror. Mary escribirá un boceto de lo que se convertirá después en el clásico Frankenstein, cuyo título fue The Modern Prometheus y Polidori escribirá la primera narración no poética que se conoce de vampiros, titulada The Vampyre.
Del Frankenstein de Shelley y el vampiro de Polidori, pasamos al relato breve de Gautier, La Morte amoureuse, publicado en París en 1836. En Inglaterra, el horror gótico y los vampiros adquirieron popularidad entre el público con los relatos de James Malcolm Rymer y Thomas Peckett Prest, entre los años cuarenta del siglo XIX. Pero fue con la novela de Bram Stoker, Dracula, publicada en 1897, con lo que la fama de los vampiros crecería hasta convertirse en lo que es hoy en día.
Por cuanto al estilo narrativo se refiere, será, sin ninguna duda, Edgar Allan Poe el que asentará los pilares del estilo preferido por los amantes de la novela gótica. Sus relatos trascenderán el cuento fantástico y de terror incorporando, como ninguno lo hiciera antes, la introspección psicológica de sus personajes, dándole, por primera vez en la historia de la literatura, voz y razonamiento a las mentes perturbadas, a los inconscientes paranoicos y a los más retorcidos y escabrosos pensamientos humanos. Además, con su perfección estilística, Poe recreó algunos de los más inquietantes escenarios, imaginando casas, palacios y castillos repletos de espectros, sombras y un sinfín de macabros simbolismos que servirían de modelo a seguir a los más grandes escritores del género del terror. Tanto así que, el mismísimo rey del terror de nuestros días, Stephen King, en su novela El resplandor hace varias referencias al relato La muerte de la máscara roja de Poe, recreando situaciones similares en el Hotel Overlook.
Es, precisamente, King el que ha creado el que sea posiblemente el personaje de terror más icónico de las últimas décadas. Pennywise, el protagonista de It, es ya un imprescindible entre los disfraces de terror de Halloween, ocupando su lugar entre los grandes monstruos clásicos, Frankenstein, Drácula y el Hombre Lobo.
Y así, entre fantasmas y murciélagos, brujas y calabazas, un año más, después de más de dos siglos, nuestros niños y no tan niños recorrerán las calles pidiendo “Truco o trato” y brindándonos una ocasión incomparablemente buena para releer los cuentos más terroríficos y, sin saberlo, como quien se adentra en una casa del terror, exorcizar nuestros miedos más ancestrales y trascender hacia una sociedad más madura, menos supersticiosa, pero con la misma creatividad que tanto ha caracterizado a nuestra especie.
Feliz Halloween.
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