Fin del mundo o cambio de época

 

El mundo está cambiando, no cabe duda. Pero lo que para mí es verdadero motivo de debate es si se trata de un cambio o de un final. Los dos conceptos se refieren a tipos de acontecimientos diferentes cuya principal divergencia la marca el hecho de que sólo uno de los dos conlleva la extinción de una cultura.
Que el mundo cambie es algo que ha sucedido repetidas veces en la historia, por acontecimientos más o menos concretos que han sido verdaderos puntos de inflexión en el devenir de una sociedad. Así, por poner ejemplos ilustrativos, durante la Edad Contemporánea, los cambios más evidentes los marcaron los múltiples movimientos revolucionarios: la Revolución Francesa, las revoluciones burguesas, y la Revolución Industrial. Junto a ello, motores del cambio fueron las dos guerras mundiales, hechos históricos que cambiaron la forma de ver y entender el mundo: cambiaron los modos sociales, cambió la tecnología y, en definitiva, cambió el modo de vida de nuestra cultura, por lo que también deben considerarse puntos de no retorno. Todos esos cambios, por dramáticos que fueran, en ningún caso supusieron la desaparición completa del mundo anterior y que sustituían. Es más, los individuos que vivieron el cambio podrían contar como nacieron y murieron en mundos distintos. No así el último maya ni el último de cualquiera de las múltiples culturas que fueron desaparecidas por otra en cualquier geografía del mundo. Y he ahí donde radica la diferencia entre el cambio y el final. Así pues, para los aztecas la llegada de los españoles supuso el fin del mundo, de su mundo, y no un cambio. Así ocurrió con los minoicos y los micénicos, con los cartagineses, con los cahokia y los rapa nui, con los neandertales…
Puede, por tanto, parecer una exageración, cuando no un atrevimiento, plantear la situación actual como el final de un mundo. Es obvio que no basta con remitirse al fenómeno de la aplastante revolución de la tecnología digital para concluir que, efectivamente, estamos ante el fin de un mundo. Discernir si es o no el final de nuestra sociedad, de la civilización como la entendemos, dependerá de cómo interpretemos el momento en el que nos hallamos como cultura. Para ello sería necesario describir el modus vivendi, el modus operandi y la mismísima forma mentis de los que estamos abonando el terreno para que nuestro mundo termine, e intentar vislumbrar cuáles son las semillas que estamos plantando de ese tan diferente y nuevo que se avecina.
Los seres humanos nos hemos venido caracterizando desde hace milenios por unos comportamientos que compartimos incluso entre culturas muy diferentes: hacer varias comidas al día, todos coincidiendo más o menos en hacerlas a las mismas horas y de alimentos cocinados; dormir en camas; tener interés, incluso uno desmedido, por el dinero; establecernos en ciudades dependientes de las áreas rurales; conformarnos en sociedades políticas bajo un gobierno y enmarcado en fronteras nacionales; diferenciar netamente entre lo masculino y lo femenino, incluso a costa de resultar contradictorios con la propia naturaleza; sentir aprecio por las cosas bellas, por el arte, la música, la moda, la arquitectura… Sería necesario un estudio muy detallado y serio para establecer en qué medida y cuál de estos aspectos comunes está desapareciendo o lo hará en un futuro cercano; y ese no puede ser el propósito de estas líneas pues pasaría a ser una investigación científica. Este entretenimiento no podría apuntar tan alto, aunque lo quisiera. Pretender ser un faro en la niebla sería ya demasiado pretencioso. Mi propuesta es más humilde; aspira a ser, a lo sumo, una campanilla en el monte que taña con los vientos de cambio.
Punto diferencial 1: el factor espacio/tiempo
Entre los elementos de esta compleja e intrincada ecuación que intenta describir el cambio/final histórico, hay dos que se presentan absolutamente indiscutibles y objetivos: las distancias geográficas que separan las diferentes culturas y lo que se tarda en cubrirlas. Estas dos realidades han cambiado tanto a lo largo de los siglos que están tan indisolublemente ligadas al progreso que hacen que una época no se parezca a la anterior en cuanto en ella se introduce un nuevo elemento que sea capaz de acortarlas. Y a este respecto, ninguna época anterior puede igualarse a la de hoy en día. El umbral se cruzó una vez se hubo eliminado el factor espacio/tiempo de la fórmula del progreso, cosa que hemos logrado mediante los últimos sistemas de comunicación y la tecnología digital. En otras palabras, hoy en día podemos compartirlo todo en muchísimo menos tiempo.
Punto diferencial 2: la instantaneidad
Bien es cierto que la mecanización ha llevado a una reducción del esfuerzo, y que esto es aún más patente con la tecnología digital y la industria robotizada. No obstante, me distancio de quienes piensan que este fenómeno es el causante de lo que se está dando en llamar la falta de cultura del esfuerzo, y que es, entre otras grandes preocupaciones, la que muchos definen como uno de los mayores defectos de las últimas generaciones y sobre todo de las venideras. La cultura del esfuerzo, o su carencia, no puede considerarse un síntoma de futuro amenazador puesto que, en mi opinión, no existe y no ha existido nunca; al menos no en nuestras civilizaciones. La tendencia humana es a la comodidad. Que en tiempos anteriores el ser humano haya tenido que romperse el espinazo para ganarse el pan, y que en la gran mayoría de la población eso debía empezar en la edad de la pubertad, no quiere decir que se hiciera por cultura. Era una necesidad. Si a cualquiera de esos niños de la era victoriana o a cualquier mujer del periodo de entreguerras del siglo XX se le hiciera entrega de un cheque en blanco, no tardarían una semana en recostarse en un cómodo tresillo para dedicarse a la dulce vida contemplativa. Por tanto, hay que descartar la idea de una cultura del esfuerzo que esté desapareciendo golpeada por el fenómeno de la instantaneidad posibilitada por la tecnología.
Otra cosa es la necesidad de instantaneidad. Y he aquí la particularidad que probablemente sea más fácil de destacar de todas las que engalanarán a las generaciones venideras —y de la que, por cierto, carecían las nuestras y todas las anteriores, así como todas las de las culturas del mundo no occidentalizado—. Las cosas que llevan mucho tiempo ya no se llevan. La mayoría de los procesos de larga duración para la producción o ejecución de algo han desaparecido vencidos por la inmediatez. Y las generaciones venideras no podrán entender el significado de la espera.
Punto diferencial 3: el individualismo
A esta necesidad de instantaneidad va ligada una concepción de la vida basada en el presente continuo. Si hay algo que diferencia a las nuevas generaciones es su capacidad de vivir en el presente, elevando a la máxima expresión el concepto de carpe diem. Ahora bien, lo hacen sin ser conscientes de que eso es lo mejor que se puede hacer desde el punto de vista de la salud (como viene enseñando el taoísmo desde hace siglos, o como lo está haciendo ahora el mindfulness). No se trata de una decisión racional. No es una elección basada en el convencimiento de que es una buena filosofía, una saludable forma de proceder en la vida; lo hacen por costumbre, un hábito que han adoptado desde su nacimiento debido a la inmediatez a la que han estado expuestos gracias a la tecnología. Y las redes sociales son la prueba más evidente de ello. Plasmación en directo del ahora —momento preciso que se está viviendo—, y manifestación más abierta del deseo irrefrenable de querer compartirlo con todo el mundo, las redes sociales son una muestra sin parangón del cambio generacional, y por tanto de la semilla de lo distinto que hemos diseminado. Quintaesencia de esta euforia por el carpe diem es Instagram, como evidencian los números que hablan de su expansión.
Lanzada al mercado el 6 de octubre de 2010, esta red social contaba ya con un millón de usuarios antes de que hubiese terminado el año. Diez meses después, esa cifra se había multiplicado por cinco, y tres meses después, por diez. En marzo del año siguiente, Instagram anunció que había llegado a los 27 millones de usuarios, y antes de que terminase el año, eran ya 100 millones. En mayo de 2016, los usuarios eran mil millones. Hoy en día, más de mil millones de personas comparten su autorretrato o una foto del momento a un ritmo de más de 60 imágenes por segundo. No cabe duda de que los jóvenes viven en el imperio del ahora. Si Lao Zi, fundador de la teoría taoísta que enseña acerca de la importancia de vivir el presente, hubiera podido mirar al mundo de hoy en día por una ventanita, se habría llevado una gran sorpresa. Pero en cuanto se le permitiese al viejo maestro mirar con más detenimiento, se daría cuenta de su error. Esta imparable adoración por el momento va asociada a una cultura del individualismo que hubiera dejado en ridículo al más narciso de los narcisistas (y por supuesto, habría entristecido a mi querido maestro). Prueba de esta egolatría exagerada, o hiper-individualismo es el selfie.
El autorretrato no es algo nuevo. Existe desde antes de que existiesen las cámaras fotográficas. El primer selfie se lo hizo Jean Fouquet, allá por el año 1460, con un pincel y óleo sobre un lienzo; y el primero hecho con una cámara instantánea, el daguerrotipo, es el de Robert Cornelius, de 1839. Desde entonces, cientos, si no miles de fotógrafos han recurrido a esta técnica como expresión artística o con fines investigativos. Sin embargo, algo en los de hoy en día, especialmente aquellos tomados con las cámaras de los móviles, les distancia muchísimo de todos los precedentes. En los primeros autorretratos, sean los realizados con cámara fotográfica o pincel, la intención del autor tenía mucho que ver con el arte y la cultura. En los selfies, por el contrario, se retrata un abandono del acervo cultural, de todo lo que pueda ser ligado a lo anterior para mostrar el yo persona, diferente y única. Si bien antes el interés de todo individuo (salvo los casos verdaderamente excepcionales) era siempre el de pertenecer a un colectivo, formar parte de un grupo cultural, ser miembro de un clan o de algún modo sentirse unido a una comunidad, hoy en día parece que lo que prima es la necesidad de ser único, diferente e irrepetible. Esta novedosa peculiaridad, a mi entender, puede tener su origen en lo que denomino El problema del ser o estar.
Punto diferencial 4: el ser frente al estar
Esta nueva época parece vivir más preocupada por ser que por estar, y se invierten cada vez más esfuerzos en querer ser tal cosa o tal persona, en lugar de esforzarse por estar en tal o cual situación. Y volviendo a los ecos taoístas, el problema es que se yerra en no comprender que el presente es un estado, no un ser, y que es más importante esforzarse por estar feliz que por ser feliz. Germen de esto es la máxima «be yourself no matter what they say». Y aunque se pueda pensar que se trate de un lema acuñado por las nuevas generaciones, dado el caso que se le está haciendo y el nivel al que se lo está llevando en todas las esferas de la sociedad, en realidad fuimos nosotros, los dinosaurios, quienes empezamos con la ponzoña: en 1987, el cantante británico Sting, popularizó esa sentencia con su canción Englishman in New York. En aquellos tiempos se estaba fraguando este tipo de pensamiento, y paulatinamente se ha ido convirtiendo en todo un perfil social, tanto que hoy en día desde las instituciones se anima a los jóvenes a ser diferentes y a fortalecer todo aquello que les haga realmente únicos. Frases que se han hecho célebres, y se han transformado en mil y una infografías, como la de Guy Kawasaki que reza: «Al final, o eres diferente, o eres barato», o la de la popular cantante norteamericana Taylor Swift, «Si tienes la suerte de ser diferente, no cambies nunca», son una muestra evidente. El ansia de ser único y diferente ha acabado con las normas de convivencia y cívicas y, en cierta medida, con buena parte de las relaciones sociales. El concepto secular del patito feo se está, en mi opinión, malinterpretando y llevando demasiado lejos.
Para empezar, en el cuento de Andersen, el patito feo no es un pato; lo verdaderamente interesante de esta narración es que el protagonista no es, como en el resto de fábulas, un miembro más de la misma especie empujado por el hado, muchas veces en contra de su voluntad, para lograr un acto de heroicidad por medio de su esfuerzo, tenacidad, valores o capacidad. En este cuento, el protagonista pertenece a una especie diferente: es un cisne y no un pato, por lo que no debe obrar nada; no le es necesario ningún tipo de esfuerzo; ninguna conducta especial. Lo único que le hace ser admirado finalmente es su condición intrínseca de cisne en un mundo de patos. Trasladado al mundo de las personas, decir que uno es un cisne es emplear un tono de superioridad racial con respecto al resto de los humanos, puesto que, indirectamente, se estará aludiendo al hecho de que todos los demás son patos. Pero al concepto del patito feo/cisne se le ha dado otro giro de tuerca más, desarrollándose la cultura del querer ser diferente a toda costa, ¡incluso cuando se es el más común de los patos! No se trata de un cisne entre patos, sino de un pato que con tal de ser un cisne es capaz de casi cualquier cosa. Y esto nos ha llevado ante la supremacía de lo esperpéntico, con el triste desenlace de que, en lugar de normalizar las diferencias, que es lo que se busca con las libertades y las igualdades establecidas en los Derechos Universales, se ha diferenciado la normalidad, incluso penalizándola. ¿Puede medirse el grado con el que un mensaje, un ideal, está imbuido en la sociedad? El Libro Rojo de Mao lavó los cerebros de millones de jóvenes chinos, llevándolos a promover un cambio radical que supuso el fin del mundo de la China tradicional. Del mismo modo, desvirtuando el concepto de individualidad y unicidad, se ha venido promoviendo un discurso que, apuntando a lo que es políticamente correcto sólo tiene fines propagandísticos, y es muy probable que nos hallemos ante otra de las grandes diferencias entre ellos y nosotros: es la muerte del zoon politikon y el nacimiento del híper-individualismo.
Punto diferencial 5: la información
Pero, en mi opinión, lo que verdaderamente está marcando el punto diferenciador de cualquier otra época pasada es el de la información. El desarrollo social, el avance tecnológico, el conocimiento científico, son todos procesos que han dependido siempre de la información disponible y de su accesibilidad. Pues bien, desde hace unas décadas, la inmediatez con la que se puede acceder a la información existente proceda de donde proceda en el planeta, no tiene precedentes y ha iniciado un proceso retroactivo y de fagocitosis fulminoso que genera aún más información. Tanto la rapidez con la que podemos acceder a los datos hoy en día, como la cantidad de éstos que hay disponibles es lo que, insisto, realmente marca la diferencia. Así pues, podemos concluir que el cambio, suponga un final o no, ha llegado, y lo ha hecho a manos de la información. ¿Qué nombre ponerle, entonces, a este nuevo mundo? Pensando en que no sólo ha de describir el aspecto principal y que más caracteriza su diferencia con todo tiempo pasado, sino que también ha de ser fácil de recordar, he recurrido al término que hace referencia a la unidad de medida de información, el bit, creando así el término bitépoca, o «la era de la información».

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