Los espartanos vencieron a los atenienses en las Guerras de Peloponeso gracias a que contaron con un desconocido aliado, del que, por lo demás, no solicitaron nunca su ayuda. Sin embargo, si no llega a ser por el virus de la peste que asoló a la ciudad de Atenas, reduciendo su población a un tercio de lo que era, probablemente el curso de la Historia habría sido otro. Los vikingos, que podrían haber gobernado gran parte de Europa y de Norte América, no resultaron vencedores no porque fueran derrotados por los pueblos sobre los que se imponían, sino porque fueron devastados por un enemigo más letal, uno invisible y desconocido. La peste de 1350 acabó con un tercio de la población europea y puso fin a cientos de proyectos militares y políticos, entre otros, los de los propios vikingos que sucumbieron al feroz virus. Lo mismo le ocurrió al Imperio Azteca, devastado completamente no por las armas de los españoles, sino por el virus traído por los esclavos africanos. La viruela exterminó el 90% de los indígenas americanos.
La amenaza fantasma
El impacto de los virus es mucho mayor de lo que se ha venido creyendo hasta ahora. En general, se ha subestimado su importancia. Un estudio reciente de la University College London, de 2019, (en este enlace puede accederse a la publicación en la revista Science
llega a la sorprendente conclusión de que el impacto de estos diminutos bichillos dispersados por los continentes por el vehículo humano, ha sido tan grave como para cambiar literalmente la faz de la tierra. Un mero ejemplo de esto lo podemos extraer de lo ocurrido durante los siglos XVI y XVII en los dos continentes de América, donde los virus traídos por los europeos a los nativos americanos diezmaron sus poblaciones hasta tal punto de hacerlas desaparecer casi por completo, dejando enormes extensiones de tierras sin cultivar, por lo que la vegetación se apoderó rápidamente de esos territorios. La vegetación aumentó tanto como para hacer descender las temperaturas del planeta debido al progresivo consumo de dióxido de carbono, provocando lo que los especialistas denominan la Pequeña Edad del Hielo.
El virus, pues, en sus múltiples y misteriosas formas, ha derrotado imperios, aniquilado naciones enteras, y vencido fatalmente a emperadores (siendo el caso más conocido el del emperador romano Marco Aurelio). Su letal propagación puede hallarse incluso detrás de la explicación del fenómeno de conversión en masa al cristianismo durante el siglo IV d.C., pues la peste Justiniana causó tal devastación que fue usada por los religiosos como muestra del enfado del nuevo recién nacido dios. Walt Disney, en su clásico largometraje The Sword in the Stone, hace resultar vencedor a Merlin en su enfretamiento contra la bruja Mim convirtiéndole en un virus. Desde los hunos hasta el Imperio Británico, las hordas de guerreros y los ejércitos regulares transportaban la muerte más en sus venas que en sus armas. Y si alguien piensa que esto es cosa del pasado, piénsese en el SIDA, surgido en África en los años 1920, trasladado a Haití a mediados de los años 1960, y extendido por todo el mundo desde los EE.UU. a partir de la década de 1980, y responsable de millones de muertes en todo el planeta. La capacidad mortífera de un virus es tal que hay quienes sospechan que la misteriosa desaparición de los dinosaurios tenga más que ver con ello que con un meteorito.
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