Es usted imbécil. Disculpe que se lo diga así, de sopetón, pero ya es hora de que alguien se lo diga. Claro que, quién soy yo para decírselo, se preguntará, y por eso, me voy a explicar.
Es usted imbécil porque va por la vida poniendo en práctica las sandeces que se van oyendo hoy en día sin preocuparse de la validez de las fuentes. ¿O acaso no se ha convencido de que es usted un ser único y maravilloso, que no debe importarle lo que digan los demás, y que solo potenciando ese convencimiento de unicidad e individualismo se convierte en una versión mejorada de sí mismo y de todos los que le precedieron? ¿Acaso no se ha creído que el sistema intenta hacernos a todos iguales para poder controlarnos mejor? ¿Acaso no se afana usted a diario por romper con las cadenas de lo socialmente establecido, lo socialmente aceptado? Usted está infectado por esta pandemia moderna que se llama hiperindividualitis. Piénselo de nuevo, razonadamente: ¿cómo puede creerse que lo importante es uno mismo y no la sociedad? Usted, y yo, y todos los demás, sin la sociedad no seríamos nada, no valdríamos nada, porque, verá, lo que hace a un rey son sus súbditos; lo que hace a una estrella del pop son sus fans; y lo que hace que usted sea especial, o no, son los demás que se lo reconocerán –o no. Sin ellos, sin la sociedad, usted no sería nada. De hecho, es precisamente la sociedad la que sirve para que cada individuo se convierta en mejor persona, y no al revés. El código de circulación se ha ido conformando a medida que nuestras carreteras se han ido llenando de vehículos, y sirve para garantizarle su seguridad; lo mismo ocurre con los modales. Los modales se inventaron por algo que nada tiene que ver con generar sentimientos clasistas ni racistas ni de superioridad. Pero a usted, cuando va al volante no le importan los demás. Los modales se han ido forjando a lo largo de los siglos por la propia sociedad, lentamente, hasta consolidarse en su exponente más elevado durante la era victoriana –y el imperialismo británico fue la desgracia y la condena de dichos modales pues, por un fenómeno de asociación, al despreciar dicha política agresiva y abusiva también se despreció a los modales que la adornaban. El refinamiento y la educación sirven para distinguirse de los brutos y así ser un ser mejorado; no tiene nada que ver con las clases sociales ni con el origen de cada uno; los modales son lo que convierten a un ser humano en un ser civilizado, porque, como rezaba el antiguo dicho victoriano, con ser humano no basta, hay que ser civilizado. Y eso solo se consigue con la disciplina, con el sacrificio y con el esfuerzo; un esfuerzo encaminado a comprender el principio básico de que no estamos solos en el mundo, de que necesitamos de los demás, y de que nuestra libertad termina allí donde empieza la de los otros. Los otros, verá usted, son tan importantes cuanto uno mismo. ¿Acaso no dijo un gran sabio, para muchos el dios redivivo, amaos los unos a los otros? Amar a los otros no es otra cosa que respetarlos como seres idénticos a uno mismo. ¿Y cómo demonios vamos a respetarlos, a tenerlos en cuenta, a no vulnerar sus libertades, comportándonos de manera individualista, creyéndonos únicos? ¿Acaso no es esta enfermedad de la hiperindividualitis una nueva expresión de ese malsano sentimiento de superioridad clasista? Imagínese que una persona decidiera llevar al máximo exponente ese principio y realmente ser sí misma sin importarle lo que piensen los demás. Imagine que, repudiando todo convencionalismo social, dejara de utilizar desodorantes y perfumes, geles de ducha y champú, aludiendo a que los alcoholes y los aluminios dañan su piel, a que contribuyen a la contaminación, a que alimentan el cambio climático y a que para producirlos seguramente se maltraten animales, se exploten niños en países subdesarrollados y se contribuya al enriquecimiento de las multinacionales capitalistas. Imagine que, además, dejara de asearse pues así se lo pide el cuerpo –y el cuerpo, ya se sabe, es muy sabio y hay que escucharlo. Por último, imagine que, también en aras de esa solidaridad con el mundo y por hacer valer su relación íntima consigo misma, esta misma persona decidiera dejar de lavar su ropa, al menos el pantalón que siempre usa y la camiseta en la que se lee uno de sus lemas preferidos. Y ahora, una vez esta persona se encuentre en su verdadera esencia –porque nadie podrá discutirle qué es lo que hace que sea ella misma–, imagine que decidiera subirse a todos los transportes públicos que pueda, día tras día. ¿Que necesita expulsar alguna ventosidad?, pues así lo hará. ¿Ha de estornudar?, lo hará con todas las ganas. ¿Bostezar?, ¿eructar? ¿estirarse? Nada sería un impedimento para actuar libremente según le pida el cuerpo. Con todo, para encontrarse mejor consigo misma, esta persona decide llevar la música de su cantante preferido en los auriculares a todo volumen, tan alto que se puede oír incluso a distancia. ¿Qué le diríamos a las personas que, teniendo que compartir asiento, se vieran obligadas a respirar sus hedores y a escuchar lo que no les interesa? Al que le moleste su pestilencia –pocas cosas hay que puedan repugnar más que el hedor de un cuerpo humano sin asear–, o al que le incomode escuchar esa música… que se aparte más allá o, de lo contrario, no la estará permitiendo desarrollarse como persona única, diferente, auténtica e irrepetible, impidiendo con ello su crecimiento como persona completa y en el conocimiento de sí misma.
¿Exagerado? Pues le estoy hablando de una experiencia real, vivida de cerca por quien le escribe. Consiento, no obstante, en admitir que no todo individualismo llega a estos extremos. Pero ya sabrá usted que los extremos hacen buenos ejemplos, y aquí lo he necesitado para explicarle por qué perder los buenos modales no es bueno: es una cuestión de respeto, el respeto que le debemos a los demás, a los otros.
Le voy a explicar a usted por qué se ha perdido el concepto de respeto en pro del individualismo; porque ser diferente, ser único, ser maravilloso y crecer como persona, ser auténtico, genuino, irrepetible… no implica ningún esfuerzo, no conlleva la necesidad de ninguna disciplina, no supone ningún tipo de sacrificio. Se ha desvirtuado el mensaje milenario del templo de Delfos, y conócete a ti mismo se entiende como haz lo que te haga feliz hasta que descubras, quizá por azar y de tanto probar, quién eres en realidad, o no. Los maestros, por desidia, hastío o por simple ignorancia, se han olvidado de enseñar que uno solo se puede conocer a sí mismo tras someterse a una disciplina, tras obligar al cuerpo a resistir las tentaciones que tan “sabiamente” le impone, y tras renunciar a la comodidad que le brinda la carencia de esfuerzo (el cuerpo es sabio). En definitiva, ha desaparecido el filtro de la sociedad, eso que todas las culturas del pasado y en cualquier continente practicaban con el nombre de iniciación. Decir eso no está bien o eso no se hace se ha convertido en una vulneración de la persona, de su más intrínseca libertad. Ya no se aprende de los sabios ni de los abuelos; ahora nos fiamos de las estrellas del cine o de vendedores de bestsellers sobre autoayuda y pseudo sicología que, independientemente de su formación, se han adjudicado la potestad de enseñar valores (las fuentes). ¿Qué más da si mi cuerpo engorda, incluso si engorda desmesuradamente?, ¡mientras siga mi propia esencia! Mientras escuche a mi ser, a mi verdadero yo, ¿qué más da en qué me convierta? ¿Lo ve? Es usted imbécil.
Vestirse con decencia y llevar el cabello aseado es una forma de mostrar respeto a los demás, mientras que lo contrario denota aires de superioridad enmascarados; y sentirse por encima de los demás es un desprecio a los otros. Hablar con propiedad –además de mejorar la capacidad de razonamiento– es una muestra de cortesía y atención porque demuestra interés por hacerse entender y no ofender. Así, guardarse ciertos pensamientos, antes de considerarse hipocresía, ha de valorarse como algo correcto por el mismo motivo. Rezaba el dicho victoriano que un caballero o una dama siempre piensa lo que dice, pero no siempre dice lo que piensa. No hay nada de malo en dar las gracias incluso cuando no son merecidas ni en pedir perdón incluso cuando no se ha ofendido; los buenos modales hacen a la persona. Lo dijo otro sabio –que otros han divinizado también– y es que lo que pensemos se convertirá en nuestras palabras, y nuestras palabras en nuestros acciones, y nuestras acciones en nuestros hábitos, y nuestros hábitos en nuestro destino.
Pero ser educado, mostrar buenos modales, en fin, comportarse de manera civilizada, requiere de esfuerzo y, en ocasiones, incluso de un modesto sacrificio. Esfuerzo y sacrificio es lo que no se le puede pedir a alguien hoy sin que lo tachen a uno de conservador o fascista. Por eso, es usted un imbécil. La buena noticia es que su imbecilidad no es irreversible; hay una cura para la hiperindividualitis y usted también puede educarse y aprender buenos modales. Con suerte, acabará dando ejemplo y entre todos lograremos cubrir el planeta de personas humanas, sí, pero también civilizadas.
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