¿Por qué si el diccionario presenta todas las palabras en orden alfabético, cuando buscamos un adjetivo lo encontramos por la terminación masculina y no por la femenina, cuando la o es la decimosexta letra del abecedario y la a es la primera?
¿No es más lógico que la palabra muchacha venga antes que muchachada en lugar de encontrarla en séptimo lugar después de palabras con la misma raíz? Lo mismo vale el resto del diccionario.
Hay quienes creen que no hay nada de malo en querer cambiar la lengua para amoldarla a ideales modernos de desarrollo social, incluso cívico y moral, aun si se trata de un desarrollo aún no alcanzado del todo. Y es que los que defienden el uso del lenguaje inclusivo consideran que hacer uso de la lengua de un modo correcto es, dicen, ofensivo por cuanto excluyente.
Por mi parte, propondría que se dejase de hablar en términos mercantilistas cuando nos referimos a nuestros animales domésticos para acostumbrarnos a referirnos a ellos como a personas, hablando de adoptar un perro o un gato o un loro antes que de comprarlo, y que cuando vayamos al veterinario se nos presente como a los padres adoptivos de la mascota y no como a sus amos, dueños o propietarios. Albergo la esperanza de ver a un Abraham Lincoln de las mascotas. ¿Y porque no ha de llegar? Si se pudo acabar con un negocio tan provechoso cómo era el de la esclavitud no veo porqué no se vaya a acabar algún día con el comercio de los animales domésticos. Pero, volviendo a la lengua y su uso, me pregunto si mi perrita se sentirá ofendida cada vez que vamos a una clínica veterinaria y se me pregunta si yo soy su amo —supongo que en este punto de la lectura, los/las más intransigentes ya habrán arqueado las cejas y desechado este texto por banal y estúpido: ¿cómo puede compararse una cosa con otra?, los animales no se ofenden—. Cierto. Es improbable que ellos puedan sentirse ofendidos, pero porque gozan de un tipo de inteligencia natural, instintiva y bondadosa que los seres humanos perdimos hace muchísimo tiempo. La cuestión es que, como reza el antiguo proverbio popular (sabiduría siempre donde la haya), no ofende quien quiere sino quien puede. En otras palabras, que las mujeres se sientan ofendidas por el uso genérico del masculino es una extraña forma de concederle a los que hablan (o escriben) el poder de ofenderlas, cuando deberían sentirse ofendidos los que, sin serlo, son condenados a machistas por hablar/escribir correctamente.
Vaya por delante que me sumo a la lucha contra el machismo, y no digo esto por demagogia sino por principios. Todo el que haya sido alumno mío (¿debería incluir ahora /toda la que… /alumna mía?) me recordará hablándoles de mi convicción de que la diferencia de género es simplemente una imposición llevada a cabo siempre por el más débil para poder destacar y tener la oportunidad de vencer y dominar al más fuerte. También comprendo que exista un movimiento que ha terminado por ser llamado por los demás de un modo despectivo (el de las feminazis) puesto que se ha posicionado en el extremo opuesto —un fenómeno muy característico también, muchas veces observado en la historia de la humanidad, en el que, a modo de péndulo, se produce un efecto de radical reacción que lleva a sus representantes al extremo opuesto—, y que no representa al colectivo femenino en su totalidad, ni mucho menos. Pero, empeñarse en cambiar nuestra forma de expresarnos por la firme convicción de que modificar el lenguaje es la vía para modificar el comportamiento me parece más que ambicioso. Lamentablemente, me temo que por mucho que obliguemos a un representante social a emplear el léxico inclusivo en sus discursos públicos no hará que deje ser machista si lo es. Abordar un cambio significativo en la lengua, por muy dramático que sea, no tendrá la capacidad de proyectar cambios en la sociedad —es siempre al contrario.
Es bien cierto lo que mi amigo Petrus repite insistentemente cada vez que se aborda este tema, que el pueblo habla como sabe hablar reflejando en ello sus principios, valores, usos y costumbres, pero el quid de la cuestión aquí es, me temo, diametralmente opuesto. La imposición del lenguaje inclusivo está empleando el chantaje emocional —cuando no la acusación directa— para obligar a los hablantes a modificar su forma de hablar de un modo artificioso y no natural. Pero es que, además, está empujando a los hablantes a dos disparates más: uno, el de saltarse las normas gramaticales del uso correcto de la lengua, y dos, el de engorrar la comunicación hasta el punto de convertirla en insoportable tanto para el emisor como para el receptor. Los ejemplos de esto van siendo, desgraciadamente para todos, cada vez más frecuentes. En una obra en la que ando metido ahora hago referencia repetidas veces al lector sin poder obviar el temor de que se me recrimine por no escribir el lector/la lectora, que puede ser ingenuo/a, profano/a, avezado/a, o estar familiarizado/a con los temas que trato. Y con todo el respeto del mundo, ¡es ridículo! Y todo aquel (toda aquella) que haya tenido que escribir un texto sabe lo penoso de esta situación. En otro lugar escribí al respecto algo que explica de un modo muy gráfico la problemática que surge de esta imposición: Hace mucho que quise tuitear un precioso pensamiento del maestro taoísta, y finalmente opté por desistir. En inglés, como en el chino original del que procede la traducción, el texto que quería copiar se resuelve perfectamente con pocos caracteres, el sentido es completo, y no resulta excluyente:
«Be the most authentic parent,
The most authentic sibling,
The most authentic friend,
And the most authentic pupil».
Debido a esta paranoia, en lugar de traducir el texto como el uso correcto de la lengua indica, que es usando el genérico masculino de este modo: «Sé el más auténtico padre, el más auténtico hermano, el más auténtico amigo y el más auténtico discípulo», me sentí obligado, para no ofender sensibilidades, a traducirlo así:
Sé el más auténtico padre, la más auténtica madre,
El más auténtico hermano, la más auténtica hermana,
El más auténtico amigo, la más auténtica amiga,
Y el más auténtico discípulo, la más auténtica discípula.
¿Por qué está pasando todo esto, porque somos machistas? No. El lenguaje lo es, pero no quien lo usa. Esto es un fruto más de la ignorancia y la estulticia propia de nuestro siglo. Eduardo Mendoza, uno de los grandes maestros de esta maravillosa e inteligentísima lengua que es el Español, lo resumía así en su artículo Selectividad: «Pensar que una cosa es hablar y escribir y otra distinta la gramática es un error muy extendido. Para comprobarlo sólo hay que acudir a los medios de difusión, donde advertirá que, aparte de algunos profesionales, el ciudadano se expresa como un protozoo. En el lenguaje oral, los gritos y los desplantes, algunos acentos locales, la imitación de defectos físicos y un casticismo barato disimulan la magnitud de la catástrofe. Por escrito, ni eso. Frente a esta situación, los políticos encogen sus anchos hombros. La enseñanza es un problema insoluble: alumnos reacios, profesores deprimidos, presupuesto insuficiente y un plan de estudios enmarañado e ineficaz». (“Selectividad”, El País, 12 de julio de 2004).
Es por esto que no cesaré de insistir en que es deber de todo intelectual, de todo maestro y de todo aquel que haya tenido el privilegio de culturizarse leyendo, dar ejemplo del buen uso de la lengua en lugar de, con intenciones puramente electoralistas, jugarle el juego a quienes por ignorancia no comprenden estas sutilezas o se ofenden cuando nadie les insulta. No olvidemos que si hablamos una lengua tan maravillosa como la española en lugar de balbucear monosílabos con los que apenas alcanzaríamos a explicar nuestras ideas, sentimientos o emociones, es solo gracias a los eruditos, intelectuales y demás maestros de la lengua. Y éstos nos enseñan a no ser machistas, porque es un defecto monstruoso de la cultura, y a emplear el genérico masculino para entendernos —por eso en el diccionario las palabras se encuentran bajo su voz terminada en o: es un mero consenso académico para facilitar la comunicación.
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