Jamás se ha expresado un mensaje más profundo y verdadero con menos palabas: γνωθι σεαυτόν (gnothi seautón). ¿Cuántas veces no habremos oído hablar de la célebre frase que se leía en el frontón del templo de Apolo en Delfos? "Conócete a ti mismo" es uno de esos lemas que ha resistido el paso del tiempo por tratarse de una de las pocas grandes verdades jamás pronunciadas y, por eso, corrientes filosóficas, grupos culturales, órdenes religiosas y místicas de todas las índoles la esgrimen aún hoy como principio fundamental, y es que es, sin duda, una gran lección. Ahora bien, llevarla a la práctica es algo que no está al alcance de todos, y menos últimamente. Lo digo porque es desde hace un tiempo que vengo observando que las corrientes sociales promovidas por los dos grandes bandos reaccionarios, el del neo-feminismo y el del neo-ecologismo, están creando una suerte de individuos artificiales muy alejados de conocerse a sí mismos por estar tan apegados a ideales que, en muchos casos, ni se molestan en cuestionar.
La serendipia es la que, en esta ocasión, ha propiciado estas líneas, al haberse hermanado con la casualidad, orquestando una serie de encuentros en los que he debatido largo y tendido sobre temas que nada tienen que ver con ello y, a la vez, tienen todo que ver con ello: mujeres que reconocían no encontrar su lugar en esta sociedad que las empuja a adoptar posturas extremas con respecto a su identidad, no sintiéndose ya libres de ser, por ejemplo, féminas femeninas que disfrutan de ciertos toques románticos que hoy se han empañado de machismo; mujeres que se ven empujadas a formar parte de un lado o de otro sin que en ninguno de ellos se las permita el respeto por el contrario; mujeres que han de enarbolar la bandera de ciertas libertades sexuales si no quieren verse metidas en el mismo saco que los maltratadores, o que han de opinar algo concreto acerca de la maternidad… En definitiva, personas que no siempre comparten al cien por cien los nuevos valores que la presión social les empuja a tener que defender, pero que han de creérselo para poder sentirse partes integrantes del colectivo, o para poder ser aceptadas o, más probablemente, para no sentirse rechazadas, discriminadas o, incluso peor, insultadas.
En las noticias me ha parecido captar algo muy parecido en torno al independentismo de Cataluña, el Brexit, la ecología…
—¿Y si una —me preguntaba una exalumna— al conocerse a sí misma descubre que no es nada de eso? Y si, no siendo machista ni en los más indignos pensamientos de la más recóndita intimidad, descubre que le agradan ciertos comportamientos o ciertas pautas en el habla o en los gestos, incluso en los gustos, que son identificados de inmediato con esa bestia parda que ensombrece el noble nombre de nuestra especie, ¿ha de caparlos?
—Y si descubrieras que, en el fondo —argumentaba yo— eres una machista, ¿habrías de cambiar?
—¿Habría de cambiar?
—Mientras no le hagas daño a nadie —respondí—, ni tercera parte alguna pueda verse afectada negativamente por tu verdadero ser, no habrá nada de malo en que seas cualquier cosa.
—¿Incluso si, en realidad, soy un hombre machista en el cuerpo de una joven millenial?
—Incluso así. No le hagas daño a nadie y no habrá nada que temer. Pero sé feliz.
Y esto no lo digo yo; fue Demócrito, hace más de dos mil años, quien dedujo que el sabio es aquel que busca el placer del alma en la alegría, la felicidad y la paz. Y Epicuro fue quien dijo que la sabiduría radica en descubrir las causas de todo deseo y de toda aversión, repudiar las opiniones que alteran las almas y vivir una vida agradable sin hacerle daño a nadie.
Pero ella, mi exalumna no lo sabía, y vivía compungida. Y esta reflexión me ha llevado a concluir que puede que sea oportuno reconocer que, yo también, al igual que el divino Dante, en medio del camino de mi vida me vi perdido en una selva oscura al descubrir que, durante todo ese tiempo, había creído estar hallándome en el camino para encontrarme a mí mismo cuando, en realidad, lo que estaba haciendo era lo mismo que acabo de criticar: estaba construyéndome a mí mismo en torno a unos ideales, a unos principios que poco tenían que ver con mi verdadero ser. Así que, en lugar de encontrarme a mí mismo, como digo, me estaba convenciendo a mismo, lo que equivale a alejarse todo lo imaginable del conocimiento te ipsum. Con ello no quiero decir que el que así actúe no crea en los principios en los que se está, digamos, reinventando y que no los disfrute. Lo que digo es que por mucho que yo creyera en los principios —pongo un ejemplo inventado— astrolobísticos, y por mucho que pudiera, incluso, sentirme a gusto drapeando mi personalidad con sus vestiduras, no estaba escuchando a mi verdadero ser. De ahí el dicho, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Nunca habría llegado a ser un astrolobista pleno, un astrolobista puro y, por ende, nunca habría llegado a ser uno conmigo mismo. Lo que me ocurría, lo que nos ocurre a todos, es que los atuendos que escogemos son de tal refinamiento psicológico que podemos llegar a sentirnos muy cómodos y realmente acabamos por creernos que no somos monas. He aquí la importancia de la tarea a la que nos encomienda desde la eternidad el templo de Apolo.
Conocerse a uno mismo es, pues, una labor que requiere de un enorme trabajo de sinceridad, valentía y compasión. Los resultados de conocerse uno a sí mismo nunca serán nefandos, puesto que el verdadero ser de cada individuo es siempre hermoso; son las vestiduras de nuestras circunstancias las que pueden afearnos un poco, pero como Ortega y Gasset ya apuntó a este mismo respecto, si bien no podemos cambiar nuestras circunstancias en la mayoría de los casos, conocer nuestra verdadera naturaleza hará que ésta brille con todo su esplendor y será suficiente para eclipsar todo lo feo, pasado, presente y futuro. Luego será el turno de la honradez que, nuevamente, requerirá de mucha sinceridad y valentía, pero cuya compensación será la de haber desarrollado una integridad inquebrantable. Y en mi caso, conocerme a mí mismo, y con ello descubrir tantos condicionantes como mi tendencia cuasi compulsiva y del todo maniática a la literalidad, (junto a otras condiciones que me caracterizan —o debería decir que me afectan— como la dislexia, la hiperactividad, la hiper curiosidad, problemas de lateralidad, un cierto grado de discalculia, un mucho de Asperger y cierta cantidad de trastorno obsesivo compulsivo…) fue toda una suerte, pues fue el punto de inflexión en mi camino al que apuntaba Demócrito en busca del placer del alma (a mi mujer le corresponden todas las medallas de la comprensión y la paciencia).
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