El arte de escribir, como cualquier otro arte, puede ser fuente tanto de la mayor sensación de plenitud y felicidad como de la más absoluta frustración y depresión para el autor. Normalmente, la diferencia pende del finísimo hilo de la sentencia de los demás. Digo normalmente porque los hay que no les afecta lo más mínimo la opinión de los demás para ser felices o estar deprimidos. Los hay que escriben para sí mismos, esto es, para satisfacer su propia necesidad y punto, y los hay que escriben para sus lectores, esto es, atendiendo a los gustos y demandas de su público exclusivamente.
En mi opinión, la sensación de plenitud y la felicidad derivan del perfecto compromiso entre el gusto propio y el del lector. Uno ha de serse fiel a sí mismo y disfrutar de lo que hace, por supuesto («El verdadero placer es escribir; ser leído no es más que un consuelo superficial». Virginia Woolf). Sin embargo, para sentirse pleno y feliz del todo es imprescindible recibir cierta aprobación y la estima de los lectores («El hombre que escribe oscuro no puede hacerse ilusiones: o se engaña, o trata de engañar a los demás». Stendhal). No quiero decir con ello que un escritor ha de sucumbir irreductiblemente a las exigencias de su público, pero sí que creo que es este un factor determinante en cierta medida.
No cabe duda de que muchos somos los escritores que bebemos de fuentes antiguas y está claro que las más grandes obras de la literatura están ahí para nuestro deleite y estudio. Sin embargo, rara vez un escritor de ahora buscará recursos estilísticos en El Quijote o en El lazarillo de Tormes. Ni siquiera las grandes obras de los siglos XIX y XX pueden servir ya de modelos a seguir. La pulcrísima narrativa de Tolstoi y de Flaubert, o la perfección léxica de Dickens y de Pérez Galdós, por poner solo cuatro ejemplos entre los centenares que iluminan el cielo de las estrellas literarias, son y serán siempre hitos en la literatura universal. Pero esa era una literatura producida por y para las personas que disponían de algo de lo que hoy muy pocos disponen ya: tiempo. Y no me refiero al tiempo libre, sino al tiempo para deleitarse con la lectura. Hoy en día, incluso los que disponen de tiempo libre no tienen todo el tiempo que les gustaría tener para poder leer todo lo que les gustaría leer. Eso nos ha obligado a modificar los hábitos, especialmente los de la lectura. En el pasado, los lectores podían dedicarle tardes enteras a una obra, repasando líneas, revisando el estilo o simplemente dejándose seducir por el uso que el autor hacía del lenguaje. Era esta, de hecho, una actividad que en muchas ocasiones se realizaba en familia o en grupo. Hoy buscamos información y disfrute inmediatos y, generalmente, de manera individual. Por tanto, los lectores hoy buscarán en las obras cosas muy distintas de las que se buscaban entonces. Es esto lo que realmente ha terminado por darle un carácter nuevo y diferente a la literatura del siglo XXI.
El escritor que quiera buscar ese matrimonio entre su proceso creativo y a quienes va dirigido su arte deberá tener en cuenta estas apreciaciones. Aun a riesgo de resultar demasiado reduccionista, he condensado estas preferencias de los lectores actuales en seis puntos:
1. Poca descripción. A un lector de hoy en día le es mucho más accesible la información de lo que les fuera a nuestros antepasados y, por término general, ha estado más expuesto a estímulos visuales, por lo que le bastará con los detalles más distintivos, aquellos que sean más imprescindibles, para hacerse con una imagen mental, de lo que se describe.
2. Frases cortas. Tal vez por influencia del mundo inglés, los lectores no disfrutan de las grandes parrafadas llenas de subordinadas unas dentro de la otra. No hay tiempo para eso.
3. Diálogo antes que narración. El lector preferirá conocer la personalidad de un personaje a través de lo que dice y de cómo lo dice antes que leyendo párrafos acerca de su psicología y emociones.
4. Lenguaje común. Esto no quiere decir que el lector de ahora quiere que se le trate como a un tonto, pero sí que preferirá no tener que acudir al diccionario cada dos o tras frases. Además, por norma general, prefiere leer un lenguaje con el que se pueda sentir identificado.
5. Uso de adjetivos sencillos pero evocadores. Es importante que el lector sea capaz de sentir lo que está leyendo y, para eso, nada mejor que un buen uso de los adjetivos.
6. Explicaciones enciclopédicas. Debido a la urgencia endémica de los tiempos que corren, el lector agradecerá que en el poco tiempo que le pueda llevar leer una obra, ésta, además de entretenerle, le aporte conocimientos nuevos.
En resumen, hoy prima la imagen sobre el lenguaje. De hecho, podrían sintetizarse estos seis puntos en la idea originada por un publicista del siglo XX de que una imagen vale más que mil palabras. Y así, como predijo Edgar Allan Poe, los autores de las grandes obras de finales del siglo XX y principios del siglo XXI son capaces de contar grandes historias, manteniéndose alejados de los estilismos del pasado, creando obras que resultan muy visuales. Lo que está aún por ver es si el efecto tan beneficioso para el cerebro que produce la lectura de aquellos es el mismo que el de la lectura de las obras actuales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario