Nada es verdad. Todo es posible. La veracidad de la ciencia: lecciones del pasado en la era de la desinformación

El debate sobre el cambio climático me ha enseñado que también se puede desconfiar de los científicos. Para mí, la ciencia era sinónimo de verdad. Lo mismo que su religión para cualquier creyente, la ciencia era para mí incuestionable y, casi como un talibán, embestía contra todos aquellos que la pusieran en duda. Y de todas las que he peleado, la batalla contra los herejes creacionistas ha sido la más apasionada. Que se niegue la teoría de la evolución me irrita especialmente –y me produce pena al mismo tiempo y creo que no se hace lo suficiente para terminar con esa plaga mental. Supongo, no obstante, que, al igual que ha ocurrido con el fenómeno del terraplanismo –tan bochornoso para los que lo promovieron–, simplemente habrá que esperar a que se den de bruces con la realidad. No obstante, ahora comprendo mejor a los detractores de la ciencia ya que, como apuntaba al principio, el debate sobre el cambio climático ha puesto de manifiesto que efectivamente la ciencia se puede poner en duda. Esto, dicho así, me produce escalofríos. Pero los científicos son seres humanos también y, como cualquier otro ser humano, también saben mentir.

  


Si bien la ciencia como tal no miente, puede haber teorías erróneas que persistan durante mucho tiempo. El ejemplo más interesante es, en mi opinión, el del éter. Es este uno de los criterios erróneos que ha perdurado más tiempo. Fue propuesto por primera vez por Aristóteles, en el siglo IV a.e.c., como un concepto filosófico, pero fue durante el siglo XVII que se convertiría en una noción científica. Se formuló la teoría de que el éter luminífero era el medio necesario para que las ondas de luz viajaran por el espacio –de manera similar a como el sonido viaja a través del aire–, un medio infinito e invisible que permeaba el universo entero. Esto fue aceptado ampliamente hasta el siglo XX, y científicos de la talla de Newton, Maxwell, Kelvin y Lorentz lo promulgaban sin titubeos. Incluso hubo un experimento, en 1887, realizado por los científicos Michelson y Morley para demostrar su existencia. La teoría del éter no se abandonó hasta la llegada de la Teoría General de la Relatividad de Einstein, en 1915. Y si bien es cierto que la ciencia avanza mediante el cuestionamiento, la revisión de evidencias y, a veces, aprendiendo de errores, también lo es que ha habido casos de científicos que han mentido de manera deliberada y flagrante.

    En 1912, el arqueólogo Charles Dawson afirmó haber encontrado el eslabón perdido de la evolución humana. El Hombre de Piltdown, que es como se llamó a este supuesto eslabón perdido, resultó ser un engaño premeditado. ¡Eran una mandíbula de orangután y un cráneo humano modificados para parecer antiguos! Este fraude no fue expuesto hasta más de cuarenta años después, gracias a las mejores técnicas de datación.

   Con todo, uno podría pensar que se trata de cosas del pasado. Nada más lejos de la realidad. Los fraudes científicos no son cosa del pasado. En 2004 y 2005, el científico surcoreano Hwang Woo-suk afirmó haber clonado embriones humanos y extraído células madre. Tiempo después, sus estudios fueron revelados como fraudulentos y la comunidad científica lo condenó ampliamente. Este es uno de los casos más notables de las falsificaciones científicas. Pero no el único. En 1998, el médico inglés Wakefield anunció que la vacuna triple vírica producía autismo. Aunque posteriormente se descubriera que había manipulado datos y que tenía conflictos de interés y, por tanto, su estudio fuera desmentido y retirado, lo cierto es que causó un gran impacto en los movimientos antivacunas que perdura aún hoy día.

    En la lista de las falsedades científicas ocupa un lugar infame y tristemente notable el de la lobotomía. Esta práctica fue popularizada por el neurólogo portugués António Egas Moniz, en los años 1930 y 1940, como un tratamiento válido para trastornos mentales graves como la esquizofrenia o la depresión. La lobotomía consistía en introducir un escalpelo por la nariz del paciente y con un golpe firme de martillo cortar las conexiones en el lóbulo frontal del cerebro. Moniz recibió el premio Nobel en 1949 por su trabajo. Sin embargo, sus efectos resultaron ser devastadores: pérdida de funciones cognitivas, cambios de personalidad severos, incapacitación permanente… El Dr. Walter Freeman fue uno de los principales defensores de la lobotomía y realizó miles de estas operaciones, en su mayoría con resultados trágicos. Entre ellos, el caso de Rosemary Kennedy, de 23 años, la hermana del presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, a la que sometió a una lobotomía en 1941. La intervención dejó a Rosemary con una discapacidad mental severa y pasó el resto de su vida en instituciones de cuidado. Esta práctica no fue desacreditada hasta mediados del siglo XX.

   La física también ha tenido sus casos de fraude y engaño. Entre los más notorios se encuentra el de la fusión fría. En 1989, los científicos Martín Fleischmann y Stanley Pons anunciaron que habían logrado una reacción de fusión nuclear a temperatura ambiente, algo que prometía una fuente de energía prácticamente ilimitada y limpia. Sin embargo, resultó ser un fraude. En 1903, el físico francés René Blondlot afirmó haber descubierto una nueva forma de radiación, los rayos N. Sin embargo, resultó ser un fraude. Entre 1998 y 2002, Jan Hendrik Schön publicó en revistas de prestigio como Nature y Science hallazgos aparentemente revolucionarios sobre semiconductores orgánicos y transistores moleculares. Sin embargo, resultaron ser un fraude. En 1970, Joseph Weber afirmó haber detectado ondas gravitacionales. Resultó ser un fraude.

    ¿Cómo no dudar de la ciencia, cuando sabemos de la persistencia de conceptos erróneos durante siglos, como el caso del éter, o ante casos de fraudes y mentiras, como los de los rayos N o el Hombre de Piltdown? Nuestros más antiguos antepasados nos dejaron una lección muy clara al respecto, y fue la de, simplemente, dudar de todo. Ahora bien, dudar de todo, pero sin descartar el rigor de la lógica y sabiendo identificar qué intereses creados pueden hallarse tras las cosas que nos quieren dar por verdades. Dudar de todo, sí, pero con sentido común.

    Sabemos de los intereses económicos detrás de las investigaciones farmacéuticas y de cómo las grandes compañías a menudo financian investigaciones científicas que pueden beneficiar sus productos y no necesariamente la salud. Sabemos que en el sector de la agricultura y la biotecnología las empresas agroalimentarias han financiado investigaciones sobre organismos genéticamente modificados y pesticidas, a menudo promoviendo estudios que falsean los riesgos para la salud. Sabemos que puede haber presiones políticas que nos lleven por sendas fraudulentas del conocimiento científico, como bajo el régimen de Stalin, cuando la ciencia fue manipulada para apoyar la ideología estatal. La teoría de la genética de Lysenko, que fue promovida por el gobierno, rechazó la genética mendeliana y llevó a un retroceso significativo en la investigación genética en la Unión Soviética. También sabemos que los gobiernos pueden causar el efecto contrario, esto es, forzar tanto la maquinaria como para alcanzar lo que se creía imposible en menos tiempo, como es el caso de la guerra espacial que llevó a los Estados Unidos a poner al hombre en la Luna en un tiempo récord.

    Ahora bien, a parte de los casos de presiones institucionales y de los fraudes por intereses personales de los propios científicos, hay casos que tienen más que ver con el sesgo cognitivo. El ser humano tiende a razonar siguiendo patrones sistemáticos de pensamiento. Estos patrones son el sesgo cognitivo. En la mayoría de los casos, esto nos lleva a tomar decisiones o juicios de manera irracional o errónea basados en factores emocionales, prejuicios o limitaciones en nuestra capacidad para procesar información. Por cuestiones de eficiencia –o de simple pereza–, es decir, por querer obtener los mejores resultados con el menor gasto de energía, los seres humanos empleamos atajos mentales que nuestro cerebro usa para simplificar la toma de decisiones, pero que a menudo nos llevan a conclusiones incorrectas o distorsionadas.

    De todos los tipos de sesgos cognitivos, el de confirmación es el más fuerte de todos. Nos vemos bajo la niebla del sesgo de confirmación cuando tendemos a buscar, interpretar y recordar solo la información que confirme nuestras creencias o hipótesis previas, ignorando o desestimando toda la información que las contradiga. Así pues, si alguien cree firmemente en el terraplanismo es más probable que busque estudios o testimonios que respalden esa creencia, y pasará por alto los estudios científicos que demuestran que la tierra es redonda, e incluso pasará por alto sus propias evidencias empíricas como que desde lo alto de un rascacielos en Nueva York no se pueden ver los rascacielos de otra ciudad. En definitiva, el sesgo cognitivo puede llevarnos a aceptar falacias, mantener creencias erróneas o tomar decisiones que no están basadas en un análisis racional, como es, por ejemplo, el caso de los creacionistas. Y los científicos no están exentos –o no necesariamente.

    En ciencia y medicina los sesgos pueden dificultar la aceptación de nuevas ideas o, por el contrario, pueden promover teorías no comprobadas. Veamos un ejemplo algo simplista, pero de actualidad. En un video viral de un cuervo deslizándose por un tejado nevado usando una tapa a modo de tabla de esquiar, el comentarista lo compara con el caso de una abeja que se entretiene con una pelota de su tamaño y nos explica que eso es, a todas luces y en contra de lo aceptado hasta ahora, un juego. Es decir, se trata de comportamientos que responden al placer de divertirse. Llevamos siglos observando como los animales se entretienen con juegos y, sin embargo, no ha sido hasta ahora que los hemos descrito como comportamientos lúdicos. Hasta ahora, los científicos nos han venido diciendo que esa forma de comportarse formaba parte del proceso de aprendizaje para la supervivencia del animal, un instinto para desarrollar las destrezas que necesitaría como, por ejemplo, para la caza. ¿Por qué? En mi opinión, la respuesta está en el sesgo cognitivo. Aceptar que un animal pueda jugar por el mero placer del entretenimiento –o que pueda crear obras de arte, como en los casos de gatos, pájaros jardineros, elefantes, primates, peces globos japoneses, termitas y abejas– es aceptar que el ser humano no es el único que lo hace; eso entraría en conflicto con la creencia en la superioridad humana como especie. Esa creencia de la superioridad del ser humano deriva de la cultura religiosa. Se trata, pues, de un sesgo cognitivo religioso. En otras palabras, las creencias religiosas de los científicos les impedían describir de manera objetiva lo que veían. Este ejemplo, modesto, insignificante, puede, no obstante, extrapolarse a muchos otros casos.

    A estas alturas, por tanto, ¿qué confianza puedo depositar en mi amada ciencia cuando he de abordar temas como el del cambio climático antropogénico? Sabemos que la industria del carbón y otros intereses económicos han intentado influir en esto, pero no deja de ser cierto que son científicos y no profanos los que han lanzado sus estudios para desmentir la teoría de un cambio climático antropogénico. Entre otros, Fred Singer fue un físico y climatólogo que fundó el Science and Environmental Policy Project, y argumentó que el cambio climático no era causado por actividades humanas y que las emisiones de dióxido de carbono no tenían un impacto significativo en el calentamiento global. Singer fue objeto de controversia debido a los fondos que su organización recibió de grupos con intereses en la industria de los combustibles fósiles. ¡Pero era un científico!

    Richard Lindzen, profesor emérito de meteorología del Instituto de Tecnología de Massachusetts, ha cuestionado la sensibilidad del clima al CO2 y ha criticado al consenso científico. Linsen también ha estado asociado con grupos financiados por la industria del carbón y el petróleo. ¡Pero es un científico! Willie Soon, astrofísico del Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics, ha sostenido que la variación solar juega un papel más importante en el cambio climático que las actividades humanas. Ha sido objeto de críticas y polémicas por recibir financiamiento significativo de la industria de los combustibles fósiles para sus investigaciones. ¡Pero es un científico! Patrick Michaels, climatólogo y antiguo director del Center for the Study of Science, ha minimizado el impacto del cambio climático y ha argumentado que el calentamiento global tiene efectos exagerados. También ha sido vinculado con grupos financiados por intereses de combustibles fósiles. ¡Pero es un científico! Judith Curry, exprofesora y directora del School of arts and Atmospheric Sciences, en el Georgia Institute of Technology, aunque no niega el cambio climático, ha cuestionado la magnitud del impacto humano en el calentamiento global y ha criticado la política y la certidumbre del consenso científico en torno a este tema. A ella no se la relaciona con financiaciones de la industria de los combustibles fósiles, ¡y es una científica! ¿No es, por tanto, lícito creer que tal vez, una vez más, en lo relativo al cambio climático antropogénico, la comunidad científica esté equivocada, como en el caso del éter luminífero? ¿No cabe la posibilidad de que la comunidad científica se esté dejando llevar por un sesgo de confirmación? Y más importante aún, ¿con qué argumentos puedo yo enarbolar ahora la bandera de la ciencia cuando, en mi próxima batalla contra la superstición religiosa, quiera defender la teoría de la evolución frente a los creacionistas? Más aun, ¿qué debo creer en lo relativo a la fiabilidad de las pruebas PCR realizadas durante la pandemia del COVID-19? ¿Cómo defender el uso de mascarillas o de las vacunas contra la COVID-19? Y ¿qué pensar de la pandemia en sí? O, en otro orden de cosas, pero manteniéndome en la más estricta actualidad, ¿qué debo pensar en lo referente a los vehículos eléctricos y al cambio hacia las tecnologías renovables?

    Como docente, como divulgador, y como escritor, siempre me he querido mantener fiel a la verdad, fiel a la información veraz, fiel a la divulgación científica. Pero cuando la verdad se desdibuja con la infoxicación que nubla la capacidad de diferenciar entre las fuentes fiables y las que no lo son; cuando el periodismo actual está más al servicio de los poderes de facto; cuando la divulgación científica se convierte en un arma propagandística; y, más tristemente aún, cuando (…mi madre tenía razón y…) los científicos se me han revelado como seres humanos normales y corrientes, con los mismos sesgos cognitivos, con los mismos intereses particulares y con las mismas ambiciones ególatras que podemos tener los demás, ¿dónde acudimos para buscar la verdad? Dudar de todo es el único remedio.

    Dudar de todo, pero manteniendo un pensamiento crítico. Dudar de todo, pero manteniendo un razonamiento analítico. Dudar de todo, pero manteniendo un juicio reflexivo. Dudar de todo, pero manteniendo un pensamiento lógico. Dudar de todo, pero manteniendo una evaluación crítica. Dudar de todo, pero manteniendo una capacidad de discernimiento. Dudar de todo, pero manteniendo una mentalidad escéptica. Dudar de todo, pero manteniendo una reflexión analítica. Dudar de todo, pero manteniendo un enfoque razonado. Dudar de todo, pero manteniendo un pensamiento independiente. De este modo, finalmente, se llegará a una verdad única; a una verdad particular; a una verdad personal; y si bien puede no tratarse de la verdad universal, al menos tendremos la garantía de que se aleja mucho más que cualquier otra cosa de la mentira.

    Aplicando este sistema, concluyo, pues, que sí hay cambio climático antropogénico, pero no es tanto como nos lo pintan; que sí hubo pandemia, pero no fue para tanto; que sí funcionan las vacunas, las mascarillas y las pruebas PCR, pero no siempre ni en todos los casos ni de manera tan efectiva como para depositar todas nuestras esperanzas en ellas; que si es necesario dejar de fabricar tantos coches de combustión interna, pero que no son tan necesarios ni tan favorables los coches eléctricos… que la verdad siempre se encuentra en un término medio y que nunca es lo que le hace falta a nuestros gobernantes. Ellos necesitan pintar un mundo de blancos y negros, de extremos irreconciliables, de polarización entre opuestos que se repulsan mutuamente –o estás conmigo o estás contra mí. Lo necesitan no para gobernar mejor un país ni para guiarlo hacia el bienestar, sino para vencer victorias personales, ganar campañas electorales, obtener financiaciones privadas que propicien sus proyectos y/o intereses personales y, en definitiva, para alcanzar esa posición socioeconómica que arrogante, egoísta y avariciosamente ansían. El problema, pues, no está en la ciencia; la culpa del caos no la tienen los científicos. La ciencia puede equivocarse en algunas de sus partes y los científicos pueden mentir, pero es su conjunto la ciencia se orienta en la dirección correcta. Al aplicar el método de dudar de todo manteniendo el pensamiento crítico, es cuando descubrimos que el problema no es la ciencia, sino nuestros gobernantes.

La ¿impuesta? grandeza de Shakespeare

¿Y si Shakespeare no fuese tan grande como nos han hecho creer? ¿Y si sus obras no fueran superiores a las de otros autores? ¿Y si, de hecho, fueran, en muchos casos, incluso mediocres, pero que, debido a un “lavado de cerebro” literario –una versión literaria del fenómeno que se da con las religiones más grandes del mundo frente a los cultos y ritos particulares menos importantes– se lo ha logrado posicionar por encima de los demás autores de la literatura mundial? ¿Que por qué digo que Shakespeare está en ese lugar tan selecto y privilegiado de la literatura mundial? Porque lo dicen los números y, como siempre decía mi padre, los números no mienten. Su grandeza, de hecho, se puede medir en números: la cantidad de años que sus libros llevan publicándose; la cantidad de títulos que se han traducido a múltiples lenguas; la cantidad de lenguas a las que se han traducido; la cantidad de libros vendidos a lo largo y ancho del planeta… Su influencia global, en definitiva, es impresionante. Traducciones y adaptaciones: Sus obras se representan en todo el mundo y han inspirado innumerables adaptaciones en diferentes formatos, como la música, el cine, el teatro y la literatura. Inspiraciones en diferentes culturas: los escritores de diferentes culturas se han inspirado en Shakespeare. Por ejemplo, Rabindranath Tagore en la India, Yukio Mishima en Japón y Aimé Césaire en el Caribe han incorporado elementos shakespearianos en sus obras. Movimientos literarios: la obra de Shakespeare ha influido en varios movimientos literarios, incluido el Romanticismo, que apreciaba su profundidad imaginativa y emocional, y el Modernismo, que admiraba sus innovadoras técnicas narrativas. Y ¿qué decir de su legado? El legado perdurable de Shakespeare se puede ver en la forma en que sus obras continúan siendo estudiadas, representadas y referenciadas. Su capacidad para capturar la amplitud de la experiencia humana hace que sus obras sean atemporales y cercanas a audiencias de todo el mundo. Entonces, ¿a qué viene mi propuesta? ¿Cómo me atrevo a decir que podría tratarse de un “lavado de cerebro”? Pues, porque, ¿y si no fuera el único con dichas características? ¿El emperador va desnudo?

    


La historia la escriben los vencedores. Poco o nada sabremos de los vencidos si han sido arrasados, su cultura borrada de la historia y su pueblo exterminado. Este es el caso de Cartago y la cultura cartaginesa. Con estas palabras o unas muy similares comenzó su clase el profesor de Historia prerromana de la Península Ibérica. Seguramente Cartago tuvo grandes poetas, grandes escritores, grandes arquitectos y grandes pensadores y, sí, es una pena que nunca llegaremos a conocerlos, pero ¿invalida eso la grandeza de los pensadores, escritores y arquitectos romanos? ¿Son acaso menos relevantes para la historia Séneca, Cicerón o Julio César porque nunca conoceremos a los homólogos cartagineses? Y el caso es que, desde ese día en la clase del año 1996, vengo dándole vueltas a esta cuestión. ¿Hasta qué punto el poder militar y político de una nación convertida en imperio es la responsable de que sus artistas, escritores y pensadores sean reconocidos históricamente y mundialmente frente a otros que perviven más o menos en el anonimato por pertenecer a naciones y pueblos mucho más pequeños y modestos?

    En mi opinión –modesta, humilde, pero sincera y labrada– hay dos obras que me parecen capitales y superiores a todas las demás con diferencia que son La Celestina de Fernando de Rojas y Las tres hermanas de Chéjov. Estas dos obras, cada una en su época, son, a mi entender, el mejor espejo de la sociedad de su momento que pueda la literatura darnos; ambas son una joya literaria que además representan con una didáctica lírica impecable la naturaleza humana en general y los usos y costumbres de sendas épocas en particular. Y si bien yo no me considero en absoluto un erudito en materia, siempre me sorprendió comprobar cómo rara vez se elogia a alguna de estas dos obras. Además, nunca olvidaré el sentimiento de decepción que me embargó la primera vez que decidí leer las obras del gran dramaturgo inglés. Contaba con la edad de 25 o 26 años y ya había disfrutado enormemente de las obras de Lope de Vega, Moliere y Pirandello, y habida cuenta la enorme reputación de Shakespeare, uno puede hacerse a la idea de las expectativas con las que me adentré en sus letras. Convencido entonces de que se trataba de una deficiencia mía particular o tal vez de un producto más de mi abnegada arrogancia no quise hacerle caso a mi sentimiento de decepción y preferí abrazar la opinión pública generalizada. Pero luego seguí creciendo y seguí leyendo y, lejos de cambiarla, mi opinión sobre Shakespeare solo se reafirmaba. ¿Cómo era esto posible?  ¿Romeo y Julieta? ¡Oh, claro que es una perla de la literatura universal! No seré yo quien lo ponga en duda. Pero ¿no debería ser digno de mención que Shakespeare ni inventó los personajes ni ideó la historia? Se hizo eco de una historia que se venía narrando en Italia y en España desde hacía doscientos años. Pero lo que me parece más inquietante es que se le resta valor al hecho de que Shakespeare escribiera Romeo y Julieta cien años después de que Fernando de Rojas escribiera La Celestina. En efecto, la historia de los amores imposibles de los dos adolescentes de De Rojas es del año 1499; la del dramaturgo inglés es de 1595.  No puedo decir que no me guste Shakespeare. El rey Lear y Mac Beth se hallan entre mis obras de teatro favoritas; Hamlet y Romeo y Julieta son siempre una buena inversión de dinero en una noche de teatro o en el cine. Pero creo que nada tiene que envidiarle Lope de Vega que, si Shakespeare escribió 39 obras de teatro, el Fénix de los ingenios escribió mil quinientas comedias, ¡1.500! –aunque solo se hayan conservado unas 420 comedias y unos 40 autos; que, si el inglés escribió 154 sonetos, Lope de Vega escribió más de tres mil. ¡El emperador va desnudo!

    Para ayudarme a salir de dudas acerca de si Shakespeare está sobrevalorado o no, decidí pedirle ayuda a la inteligencia artificial. Empecé por recopilar datos. ¿Quién es el autor más reconocido e importante de la historia y del mundo? Según los datos actuales, el autor más reconocido del mundo y de la historia es William Shakespeare. ¿Quién es el autor más traducido y vendido del mundo? Esa medalla es para Agatha Christie. ¿Estaremos viendo al emperador a través de los rayos X? Es que, disculpadme, pero me sorprendió que ambos autores fueran británicos y más aún que el segundo fuera alguien de tan poca calidad literaria como lo es la dama del misterio y del asesinato. ¿Dónde están los grandes nombres que yo admiro y reverencio como Poe, Quevedo, Manzoni, Flaubert…?

    Le pregunté entonces a la inteligencia artificial cuáles eran los cinco libros más vendidos de la historia –quitando los libros religiosos o de carácter político como La Biblia, El Corán y El libro rojo de Mao que, por razones evidentes, siempre ocupan los primeros lugares en número de ventas mundiales. La respuesta fue:

  • ocupando el primer lugar, Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes (SPAIN: 12 points)
  • en segundo lugar, Historia de dos ciudades, de Charles Dickens (UK: 10 points)
  • en tercer lugar, El señor de los anillos, de JRR Tolkien (UK: 9 points)
  • en cuarto lugar, El principito, de Antoine de Saint-Exupéry (FRANCE: 8 points)
  • y, en quinto lugar, Harry Potter y la piedra filosofal, de JK Rowling (UK: 7 points)

    El recuento de puntos le da una aplastante victoria al país de Shakespeare. De los cinco puestos, tres los ocupan escritores británicos. Este podio me recordó mucho al de las olimpiadas en el que en el medallero siempre predominará la bandera americana. El país que ostenta el mayor número de medallas olímpicas en la historia es Estados Unidos: han ganado un total de 2.629 medallas (1.061 de oro, 830 de plata y 738 de bronce) a lo largo de todas las ediciones de los Juegos Olímpicos de Verano. Pero a mí esto me ha parecido siempre una mera cuestión matemática que tiene más que ver con el número de atletas que puede proporcionar cada país que con otra cosa; eso sin contar con que, en realidad, no se trata de un país, sino de 50 países compitiendo bajo una misma bandera; sería más lógico si cada estado se presentase por separado y con su propia bandera, ya que muchos de ellos son más grandes que la mayoría de los países que participan, más ricos y más poblados. Pero no nos desviemos del tema y volvamos a la pregunta que me ronda la cabeza desde mi tierna época universitaria y que podría resumirse de la siguiente manera: ¿qué tienen los británicos que no tenemos el resto de las naciones para que su literatura sea lo que es? Y fue entonces cuando me acordé de mi profesor de Historia prerromana de la Península Ibérica y de su famosa sentencia respecto de Cartago. La respuesta me pareció, entonces, evidente: ¡un imperio!

    En mi opinión, es una conclusión interesante y, aunque mi padre siempre me decía que la historia no se escribe con el “y si”, esta reflexión me parece relevante. Creo que, de no haber habido Imperio Británico, ni Shakespeare ni Agatha Christie serían las figuras tan conocidas como son hoy en día en todos los rincones del mundo, ni Historia de dos ciudades de Dickens sería la segunda obra más vendida de la historia –lo creo a pesar de que sea ésta mi obra predilecta. Sin el Imperio Británico, autores de otras culturas habrían tenido una mayor prominencia internacional. Quizá estaríamos hablando de diferentes cánones literarios, más representativos de otras culturas que tuvieron menos alcance por no tener un imperio del mismo poderío. Hagamos, pues, un ejercicio de imaginación. Imaginemos que, en lugar de perder en Waterloo, Napoleón hubiese resultado vencedor. En lugar de Imperio Británico, habría habido Imperio Francés. Su influencia se hubiera expandido y mantenido durante dos siglos, la hegemonía cultural, lingüística y literaria del mundo hoy podría ser muy diferente. El francés, en lugar del inglés, seguiría siendo la lingua franca, lo que habría facilitado la difusión masiva de autores y obras del canon literario francés. Así, Baudelaire y Flaubert serían los nombres icónicos mundialmente conocidos, y las obras de teatro de Molière ocuparían el lugar que ocupan hoy en día las de Shakespeare. Obras francesas clásicas habrían sido enseñadas y celebradas con la misma reverencia global que hoy reciben muchas obras literarias británicas. El peso de la cultura popular, los valores y los ideales habrían estado impregnados de la influencia francesa, desde la moda hasta el pensamiento político, filosófico y artístico.

    Siguiendo con nuestro ejercicio de imaginación, vayamos más atrás en el tiempo e imaginemos que Felipe II no hubiera perdido contra Isabel I y que su Armada hubiese resultado realmente invencible. Imaginemos que, entonces, el Imperio Español hubiera mantenido su hegemonía a lo largo de los siglos. El impacto cultural y literario mundial sería radicalmente distinto. Miguel de Cervantes probablemente sería visto como el gran estandarte literario global, y la influencia de su obra y sus personajes, ya de por sí icónica, habría alcanzado una magnitud todavía mayor. Lope de Vega, con su vastísima producción teatral, habría sido elevado al mismo nivel que se le atribuye a Shakespeare, marcando el teatro y la narrativa global con una impronta profundamente hispánica. El idioma español sería mucho más predominante, quizás llegando a ser la lengua franca en todo el mundo.

    ¿Y si hubiese habido un predominio del Imperio Ruso? En lugar de Dickens y Agatha Christie, serían los nombres de Tolstoi y Dostoievski los que serían más reverenciados en todo el mundo, y Chéjov reemplazaría a la popularidad de Shakespeare.

    Esto, que responde a un razonamiento de lógica aplastante, me lleva a concluir que cualquier nación podría contar con el autor o los autores más grandes y reverenciados de la historia y del mundo de haberse convertido en grandes imperios mundiales. Si una nación pequeña como Rumanía o Líbano (por poner dos ejemplos de países cuya literatura no es precisamente famosa a nivel internacional) se hubieran convertido en un imperio mundial que se expandiera durante siglos, su literatura, autores y cultura habrían sido proyectados con un impacto global masivo. Así, en lugar de Shakespeare y Dickens, estaríamos celebrando a escritores rumanos como Mircea Eliade, Mihai Eminescu o Ion Creangă, o a autores libaneses cuya obra hubiera alcanzado una relevancia internacional gracias a la influencia imperial de sus países. El idioma de esas naciones habría sido extendido, la narrativa literaria y la cultura cotidiana habrían estado permeadas por las historias, mitologías, tradiciones y perspectivas únicas de estos pueblos. Conceptos culturales, formas de ver el mundo y estilos de vida específicos de esas naciones habrían sido la norma en vez de la excepción. Me parece fascinante imaginar cómo, a partir de un cambio histórico así, la literatura de autores aparentemente "locales" podría haber alcanzado un nivel de universalidad. Obras que para nosotros son desconocidas hoy, serían las grandes epopeyas, los dramas existenciales o las comedias con las que generaciones de todo el mundo crecerían.

    Tras esta reflexión, se revelan como auténticas maravillas de la literatura mundial Don Quijote de la Mancha y El principito puesto que a ninguna de ellas se les puede atribuir parte de su éxito mundial e histórico a un impulso imperial. Igual de asombroso es que, si bien desde los inicios del cine, se estima que se han realizado más de 1.800 adaptaciones cinematográficas de las obras de William Shakespeare, siendo la primera de 1899, los siguientes en el ranking sean las del noruego Ibsen y del ruso Chéjov, con alrededor de 100 y 50 adaptaciones cinematográficas respectivamente.

    Por último, se me antoja alucinante que un país pequeñito como Italia, que nunca ha sido una potencia mundial como los grandes imperios de larga duración, lograra producir figuras literarias y culturales de un renombre internacional impresionante. Figuras como Dante, Petrarca, Boccaccio y más tarde figuras como Machiavelli y Leopardi, no solo son ampliamente conocidos, sino que marcaron un antes y un después en la literatura occidental. Además, La Divina Comedia de Dante Alighieri sigue siendo, setecientos años después de haber sido escrita, una de las cumbres de la literatura universal. Esta obra ha sido traducida, editada y estudiada durante siglos, y ha inspirado numerosas versiones y adaptaciones en diferentes formatos artísticos. ¿Cómo, entonces, de una región tan diminuta como Florencia surge una obra de tal calado internacional e histórico sin que haya habido un poder político, militar y económico detrás para impulsar su fama? Es por esto, además de por su calidad literaria, por lo que, personalmente, siempre la consideraré mi obra preferida, cumbre de la literatura mundial, por encima de cualquier otra obra habida y por haber. Termino, pues, dándole las gracias más sinceras y desde lo más profundo de mi corazón a mi padre, de forma póstuma, por haberme inculcado el amor por esta gran obra. Grazie papà.


*Nota al pie: Por suerte para todos, uno no debe elegir para descartar, sino que se puede quedar con todas las obras que quiera. Con este artículo no pretendo insinuar que habría que sustituir a un autor por otro en el ranking de los más grandes del mundo -como se ha sugerido en alguna crítica que he recibido. Shakespeare, sobra decirlo, estará siempre entre los más grandes. La superioridad de un grande frente a otro es lo que cuestiono, así como el motivo de su popularidad o falta de popularidad.

¿Mercado a cualquier precio? La estrategia de expansión comercial agresiva del aceite de oliva

¿Fríes con aceite de oliva? Sí, ¿verdad? Eso es que las grandes corporativas están ganando la batalla frente a la verdad y a expensas de la salud pública. Sé que tienes muchos argumentos a favor de tu tesis en defensa del frito con aceite de oliva y, más aún, que los médicos lo aconsejan y que se lo vemos hacer a diario a nuestros grandes chefs. Aun así, las personas que lo hacen están equivocadas. Es un error. Te voy a explicar por qué.

Hace 26 años publiqué un artículo sobre esto (“Oliva vs Girasol.” El Telégrafo, nº 4, Marzo, 1998), y, por anodino que pudo ser mi artículo, el tema no lo es en absoluto.

Fue al ver al gran chef Dabiz Muñoz preparando una tortilla de patatas en la tele que pensé en que debía volver a abordar este tema. ¿Por qué? Pues porque usó aceite de oliva para freír las patatas primero y para hacer la tortilla de patatas después. Sobra decir que David Muñoz ha ganado reconocimientos tan prestigiosos como las tres estrellas Michelin por su restaurante DiverXO, en Madrid, el Premio Nacional de Gastronomía al Mejor Jefe de Cocina, en 2010, y que, además, su restaurante DiverXO fue nombrado el mejor restaurante de Europa en 2019 por Opinionated About Dining. Estos premios no solo resaltan su creatividad en la alta cocina, sino que lo posicionan en el podio de los mejores chefs del mundo, lugar que la página web The Best Chef Awatrds le ha otorgado consecutivamente en los años 2021, 2022 y 2023.


Quiero dejar claro antes que nada que no pretendo posicionarme en un lugar de conocimientos que no me corresponde ni, por supuesto, por encima del entendimiento de ningún chef. Respeto y admiro enormemente su profesión, y sé que su instrucción es vasta y multidisciplinar. Pero, como apunté en aquel diminuto artículo, mi padre era químico y es la química –y no la política empresarial de las multinacionales– la única que puede tener algo que decir al respecto de la verdad entre lo saludable de un aceite frente a otro.

¿Por qué usa Dabiz Muñoz aceite de oliva para freír? No lo puedo saber, pero me atrevería a aseverar que las respuestas se hallan en el oscuro mundo de la política, en el más oscuro mundo de las estrategias de marketing de las multinacionales, y en el aún más turbio mundo de la propaganda. Vayamos, pues, por partes.

El campo de batalla
En España se estilan tradiciones culinarias que son muy difíciles de desarraigar –como es lógico y como ocurre en todo país– y, una de ellas, es la de usar el aceite de oliva para todas las frituras del hogar. Así, también lo es el de emplearlo en las cocinas de los restaurante y bares que quieran captar la atención de los clientes. Existe en este país la creencia de que es más sano siempre y, por eso, también se lo usa para freír. Y tanto es así que aún hay quienes siguen eligiendo un restaurante frente a otro por el uso del aceite de oliva virgen en sus frituras: Me ocurrió una madrugada de Noche Vieja cuando todos estuvieron de acuerdo en que el mejor chocolate con churros de Madrid se tomaba en el restaurante de P.C. porque se sabía que sus frituras de porras y churros eran en aceite de oliva.

El error de conceptos
Esta creencia deriva del hecho irrefutable (tanto desde un punto de vista químico como desde el de la gastronomía) de que el aceite de oliva virgen extra es más sano que cualquier otro aceite. Pero ahí está la trampa. El aceite de oliva virgen extra no es lo mismo que el aceite de oliva virgen ni que el aceite de oliva. Además, que el aceite de oliva virgen extra sea el más sano de todos no quiere decir que lo sea también cuando se lo usa para freír. El aceite de oliva virgen extra es el más sano de todos en crudo, es decir, para ensaladas, mayonesas, gazpachos, salmorejos, etc. Sin embargo, cuando se lo usa para freír, resulta poco saludable. ¿Por qué? Es aquí donde necesitamos acudir a la química para comprenderlo.
 
La química de los aceites
Cuando se somete un aceite al calor y su temperatura se va elevando, se empiezan a producir cambios en su estructura molecular. Del mismo modo que un pedazo de plástico se derrite y se vuelve negro cuando lo quemamos; del mismo modo que al quemarla, la gasolina se convierte en dióxido de carbono y agua, monóxido de carbono, óxido de hidrógeno y partículas de hollín… elevar a altas temperaturas un aceite es un factor que deteriora su composición química y hace que vayan liberando compuestos tóxicos y radicales libres como las acrilamidas y esteres policíclicos. Ahora bien, cada aceite tiene una resistencia diferente y particular al calor. Al momento en el que un aceite empieza a descomponerse y comienza a liberar esos compuestos tóxicos se lo llama punto de humo. El punto de humo del aceite de oliva virgen extra es mucho más bajo que el punto de humo del aceite de girasol, lo cual quiere decir que es menos sano freír con el primero y más recomendable freír con el segundo.
 
Los puntos de humo
Cuando freímos, elevamos la temperatura de los aceites a más de 200 grados centígrados. Por tanto, nos interesará usar para la fritura un aceite que no se deteriore fácilmente. Hay más de 40 tipos de aceites para el uso culinario que van desde el aceite de aguacate (con un punto de humo de 270 grados) hasta el aceite de girasol sin refinar (con un punto de humo de 107 grados). El aceite de oliva virgen extra tiene un punto de humo de 160 grados, lo que quiere decir que se deteriora muy rápidamente. A la temperatura de 200 grados, el aceite de oliva virgen extra se ha deteriorado tanto que libera acrilamidas y esteres policíclicos que son tóxicos. Por tanto, debemos descartarlo para el uso de fritos. Las alternativas son los aceites que se quemen por encima de los 200 grados para estar seguros. El primero que puede venirnos a la mente es, claro está, el aceite de oliva virgen (NO el virgen extra). Éste tiene un punto de humo de 216 grados. Ahora bien, el aceite de oliva virgen no tiene los antioxidantes que tiene el virgen extra, por tanto, ya no se trata del aceite más sano de todos y, por ende, la pregunta legítima sería: viendo el precio al que se vende en el mercado, ¿merece la pena usarlo, cuando hay alternativas como el aceite de girasol refinado que tiene un punto de humo de más de 230 grados? Eso sin contar con el hecho de que la temperatura de las frituras puede superar los 215 grados, sobre todo en las cocinas industriales, con lo cual, volvemos a toparnos con el problema de la liberación de tóxicos. Otra cosa bien distinta es el aceite de orujo de oliva, que sí se presenta como la solución más saludable, puesto que su punto de humo es de casi 240 grados. No obstante, nos encontramos de nuevo con el mismo dilema del costo, ya que el litro de este tipo de aceite cuesta casi 6 euros, mientras que el de girasol refinado cuesta poco más de 2 euros. ¿Por qué, entonces, no se divulga esto?
 
La propaganda del colesterol
Lo venimos viendo desde los años 80. El nivel de colesterol alto es el gran causante de muertes en el mundo occidental siendo el principal culpable de las enfermedades cardíacas. Desde entonces, nos hemos visto bombardeados con toda una suerte de información (¿propaganda?) que nos ha convencido de que las grasas saturadas son un terrible peligro para la salud, y que el nivel de colesterol en sangre nunca puede superar los 200 mg/Dl. Hasta la saciedad hemos visto el anuncio de Danacol [https://www.danone.es/danacol-reduce-el-colesterol-naturalmente/] en el que se nos insta a no bromear con el asunto. La comunidad médica en peso, así como la farmacéutica, ha adoptado esta visión y nos “vigilan” para que nuestro nivel de colesterol en sangre nunca suba por encima de los 200. Sin embargo, la evidencia científica acerca de lo perjudicial del colesterol en sangre apunta en otra dirección. Uno de los datos científicos más críticos es que el colesterol en sangre no siempre se correlaciona directamente con el colesterol en la dieta y que otros factores, como la inflamación, el estrés oxidativo, y el tipo de partículas de colesterol, podrían jugar un papel más importante en los riesgos cardiovasculares. Investigadores como Uffe Ravnskov y Michel De Lorgeril han publicado trabajos que desafían la visión convencional sobre el colesterol y las grasas saturadas. ¿Por qué, entonces, esta campaña en contra del colesterol?
 
La industria farmacéutica
Son ya varios los científicos que han argumentado que los niveles de colesterol considerados altos podrían haber sido establecidos más bajos de lo necesario por la influencia de las compañías farmacéuticas que producen medicamentos como las estatinas. Algunos expertos, entre otros Ravnskov y De Lorgeril, sostienen que un nivel de colesterol total por encima de 200 no necesariamente representa un riesgo significativo para la salud, y van más allá afirmando que niveles en el rango de 200 a 250 miligramos por decilitro podrían ser perfectamente normales, especialmente en adultos mayores. El problema está en la confusión generada entre colesterol bueno (HDL) y colesterol malo (LDL). Hay estudios muy interesantes (realizados por científicos y médicos, no por periodistas o divulgadores como yo) que plantean que el enfoque en reducir el colesterol está impulsado por la industria alimenticia. Uno de estos estudios es La mentira del colesterol: desmontando engaños, de Walter Harternbach. El doctor Harterbach es médico cirujano especialista en el corazón y va tan lejos como para afirmar que no hay colesterol malo. Es más, en su libro nos explica que la reducción del colesterol es hasta perjudicial para la salud, especialmente para la salud del cerebro. Aporta datos científicos que demuestran que el colesterol, por sí solo, no tiene ninguna influencia en el origen de la arteriosclerosis ni en el del infarto de miocardio. ¿Por qué, entonces, existe la opinión contraria?
 
Business as usual
Estamos hablando de negocios que mueven cientos de miles de millones. Desde empresas farmacéuticas, hasta los propios médicos; desde la industria de los lácteos, hasta los productores de galletas; desde el invento de la margarina hasta el invento del concepto light, son negocios cuyo éxito depende de que la población esté convencida de que hay que consumir alimentos bajos en colesterol y de origen vegetal. Un buen ejemplo de esto es el problema de la mantequilla. En una charla dada por una experta nutricionista tuve que escuchar como se demonizaba a este maravilloso alimento durante más de una hora. Explicó con gran detalle que la mantequilla tiene un punto de humeo bajo, lo que significa que se descompone y produce compuestos tóxicos y radicales libres cuando se calienta demasiado. Además, apuntó que es rica en grasas saturadas lo cual acabará por afectar a la salud cardiovascular. Por eso, concluyó, muchos expertos recomiendan el uso de la margarina. Terminada la presentación me atreví a compartir con ella la siguiente reflexión: si consumar mantequilla es tan nocivo y peligroso, ¿cómo se explica que en Francia lleven siglos usando y abusando de ella y que su población no muestre altos índices de obesidad ni tenga mayores índices de muertes por enfermedades cardiovasculares? Si la mantequilla es tan mala, ¿no debería haberse notado hace tiempo ya en la población francesa? La respuesta que me dio fue que no se lo había planteado nunca. Tan simple y honesta. Sin embargo, no dejaría de demonizar a la mantequilla en lo sucesivo; ni ella, ni ningún otro nutricionista que se precie. Decidí buscar la respuesta yo mismo.
 
La paradoja francesa
Resulta que, a pesar del alto consumo de mantequilla, crema y otros productos grasos, la población francesa ha mantenido tradicionalmente una baja incidencia de enfermedades cardiovasculares. Tan sencillo como eso. Esta es, se me ocurre, la mejor demostración de que los datos sobre la relación entre ciertos tipos de grasas y las enfermedades cardiovasculares están sesgados por factores de mercado. Y esto nos lleva de vuelta al problema del aceite de oliva y el aceite de girasol.
 
Vuelta al campo de batalla de los aceites
La culpa de tanta confusión la tienen las empresas y nadie más que las empresas. Bastará un simple dato para ver a qué me refiero. España es el mayor productor de aceite de oliva con aproximadamente 1.356.411 toneladas por año. El siguiente en la lista es Túnez, con una producción de alrededor de 373.100 toneladas anualmente. Hay un millón de toneladas de distancia entre España y el siguiente mayor productor del mundo de aceite de oliva. Una industria tan imponente no puede permitirse el lujo de reducir sus beneficios anuales.

Resulta interesante notar que desde 1961 hasta 1982 las ventas de aceite de oliva en España, se mantuvieron dentro del rango de 300 mil a 400 mil toneladas anuales. En el resto del mundo, en ese mismo periodo, las ventas se mantuvieron por debajo de las 100 mil toneladas. Sería de esperar, según los defensores del aceite de oliva, que el resto del mundo tuviera una población enferma y poco saludable o que en España los casos de enfermedades cardiovasculares y arterosclerosis fueran mucho menores (pero mucho). Sin embargo, no es así. España, Italia, Francia, Alemania, y Estados Unidos tienen un índice muy semejante de muertes por enfermedades cardiovasculares, siendo Francia (con su mantequilla) el país con el menor índice de todos: 80 casos anuales frente a los más de 100 en España. 

También me resulta significativo notar que a partir de la década de los 80, la venta de aceite de oliva empieza a dispararse: en España, se llegan a superar las 700 mil toneladas de consumo anuales en el año 2000, y en Estados Unidos se produce un increíble incremento hasta superar las 230 mil toneladas anuales. Se trata de un aumento del 133% y del 667% respectivamente. Es cuando menos curioso que estos increíbles aumentos coincidan con la campaña iniciada en los años 80 en contra del colesterol. Más interesante aún es que desde el año 2000 hasta el año 2017 dicha industria sufrió una bajada del 30 por ciento en España. Y, de nuevo, coincidentemente, desde el 2018 hasta ahora, casualmente, hemos visto como vuelve la campaña promocionando "la vida saludable" de los aceites de oliva, el NO al colesterol alto y el rechazo de la mantequilla o del aceite de girasol. ¿Estrategias de expansión comercial agresiva? ¿Prácticas de penetración de mercado a toda costa? Lo dejo ahí.


¿Qué podemos pensar?
Quiero enfatizar que el propósito de este artículo no es en modo alguno ofender ni faltar al respeto a David Muñoz. De hecho, el objeto de este artículo ni siquiera es el de criticar al chef, puesto que estaría muy lejos de mis conocimientos y se excedería de mis competencias como divulgador. El único objetivo de este artículo es el de informar y analizar a la luz de los datos disponibles y nunca con la intención de insinuar acusaciones infundadas o juzgar injustamente. Si alguna expresión pudiera interpretarse de otro modo, deseo aclarar que no era mi intención y que mantengo el mayor respeto hacia Dabiz Muñoz. 

El arte de escribir


El arte de escribir, como cualquier otro arte, puede ser fuente tanto de la mayor sensación de plenitud y felicidad como de la más absoluta frustración y depresión para el autor. Normalmente, la diferencia pende del finísimo hilo de la sentencia de los demás. Digo normalmente porque los hay que no les afecta lo más mínimo la opinión de los demás para ser felices o estar deprimidos. Los hay que escriben para sí mismos, esto es, para satisfacer su propia necesidad y punto, y los hay que escriben para sus lectores, esto es, atendiendo a los gustos y demandas de su público exclusivamente.

En mi opinión, la sensación de plenitud y la felicidad derivan del perfecto compromiso entre el gusto propio y el del lector. Uno ha de serse fiel a sí mismo y disfrutar de lo que hace, por supuesto («El verdadero placer es escribir; ser leído no es más que un consuelo superficial». Virginia Woolf). Sin embargo, para sentirse pleno y feliz del todo es imprescindible recibir cierta aprobación y la estima de los lectores («El hombre que escribe oscuro no puede hacerse ilusiones: o se engaña, o trata de engañar a los demás». Stendhal). No quiero decir con ello que un escritor ha de sucumbir irreductiblemente a las exigencias de su público, pero sí que creo que es este un factor determinante en cierta medida.

No cabe duda de que muchos somos los escritores que bebemos de fuentes antiguas y está claro que las más grandes obras de la literatura están ahí para nuestro deleite y estudio. Sin embargo, rara vez un escritor de ahora buscará recursos estilísticos en El Quijote o en El lazarillo de Tormes. Ni siquiera las grandes obras de los siglos XIX y XX pueden servir ya de modelos a seguir. La pulcrísima narrativa de Tolstoi y de Flaubert, o la perfección léxica de Dickens y de Pérez Galdós, por poner solo cuatro ejemplos entre los centenares que iluminan el cielo de las estrellas literarias, son y serán siempre hitos en la literatura universal. Pero esa era una literatura producida por y para las personas que disponían de algo de lo que hoy muy pocos disponen ya: tiempo. Y no me refiero al tiempo libre, sino al tiempo para deleitarse con la lectura. Hoy en día, incluso los que disponen de tiempo libre no tienen todo el tiempo que les gustaría tener para poder leer todo lo que les gustaría leer. Eso nos ha obligado a modificar los hábitos, especialmente los de la lectura. En el pasado, los lectores podían dedicarle tardes enteras a una obra, repasando líneas, revisando el estilo o simplemente dejándose seducir por el uso que el autor hacía del lenguaje. Era esta, de hecho, una actividad que en muchas ocasiones se realizaba en familia o en grupo. Hoy buscamos información y disfrute inmediatos y, generalmente, de manera individual. Por tanto, los lectores hoy buscarán en las obras cosas muy distintas de las que se buscaban entonces. Es esto lo que realmente ha terminado por darle un carácter nuevo y diferente a la literatura del siglo XXI.

El escritor que quiera buscar ese matrimonio entre su proceso creativo y a quienes va dirigido su arte deberá tener en cuenta estas apreciaciones. Aun a riesgo de resultar demasiado reduccionista, he condensado estas preferencias de los lectores actuales en seis puntos:
1. Poca descripción. A un lector de hoy en día le es mucho más accesible la información de lo que les fuera a nuestros antepasados y, por término general, ha estado más expuesto a estímulos visuales, por lo que le bastará con los detalles más distintivos, aquellos que sean más imprescindibles, para hacerse con una imagen mental, de lo que se describe.
2. Frases cortas. Tal vez por influencia del mundo inglés, los lectores no disfrutan de las grandes parrafadas llenas de subordinadas unas dentro de la otra. No hay tiempo para eso.
3. Diálogo antes que narración. El lector preferirá conocer la personalidad de un personaje a través de lo que dice y de cómo lo dice antes que leyendo párrafos acerca de su psicología y emociones.
4. Lenguaje común. Esto no quiere decir que el lector de ahora quiere que se le trate como a un tonto, pero sí que preferirá no tener que acudir al diccionario cada dos o tras frases. Además, por norma general, prefiere leer un lenguaje con el que se pueda sentir identificado.
5. Uso de adjetivos sencillos pero evocadores. Es importante que el lector sea capaz de sentir lo que está leyendo y, para eso, nada mejor que un buen uso de los adjetivos.
6. Explicaciones enciclopédicas. Debido a la urgencia endémica de los tiempos que corren, el lector agradecerá que en el poco tiempo que le pueda llevar leer una obra, ésta, además de entretenerle, le aporte conocimientos nuevos.

En resumen, hoy prima la imagen sobre el lenguaje. De hecho, podrían sintetizarse estos seis puntos en la idea originada por un publicista del siglo XX de que una imagen vale más que mil palabras. Y así, como predijo Edgar Allan Poe, los autores de las grandes obras de finales del siglo XX y principios del siglo XXI son capaces de contar grandes historias, manteniéndose alejados de los estilismos del pasado, creando obras que resultan muy visuales. Lo que está aún por ver es si el efecto tan beneficioso para el cerebro que produce la lectura de aquellos es el mismo que el de la lectura de las obras actuales.

La "gugolesia" y la "logintiva"

Si el lenguaje que usa es poco erudito, no confíes en el mensaje.
Si la crítica se centra en juicios de valor, no confíes en el mensaje.
Si el argumento principal consiste en acusar al contrario, no confíes en el mensaje.
Si el discurso parte del odio o lo tiene como trasfondo, no confíes en el mensaje.
Si el mensaje se sirve del insulto, deséchalo.
La desinformación genera infoxicación. La infoxicación es una intoxicación de la mente humana producida por información falsa, la rumorología y, sobre todo, la gugolesia (que es como me gusta llamar a la técnica de obtener todos los datos de Google, pero sin contrastar las fuentes porque se descansa en la idea de que es el propio buscador la fuente de máxima fiabilidad). La información veraz, por el contrario, no puede intoxicar, solo la desinformación puede intoxicar.

La información veraz puede polarizar, pero siempre encontrará partes del opuesto con los que comulgar, como se ve en el símbolo taoísta del yin-yang.

La desinformación, por el contrario, polariza sin dejar posibilidad a un entendimiento entre las partes, creando una oposición entre el hemisferio blanco y el hemisferio negro que se verán separados por una gruesa línea roja o azul o verde o morada o naranja…

La desinformación puede existir solo en tanto en cuanto haya medios para difundirla y una predisposición por parte del individuo para aceptarla.

Los medios hoy en día existen. Son las redes sociales. La predisposición siempre ha existido: es lo que yo he dado en llamar la lógica intuitiva o logintiva.

La lógica intuitiva es aquella forma de razonar basada en lo que resulta más favorable para los cánones aceptados por un individuo y que se ajuste más a su sistema de valores. La frase la realidad siempre supera la ficción refleja el fenómeno de la lógica intuitiva ya que viene a decir que es más fácil creer la ficción que creer los hechos reales.

Más próxima a la superstición, la logintiva no recurre a la experimentación y desconfía de la comprobación de los datos; de hecho, desprecia las evidencias científicas. Tanto es así, que la ciencia suele estar en el centro de la diana de todas sus acusaciones conspirativas, afirmando que amaña las pruebas deliberadamente en beneficio propio, un propósito casi siempre maligno —la logintiva razona en términos de bien y mal, que toma como valores absolutos e indiscutibles.

Sin embargo, la logintiva presume de razonamientos muy complejos e intrincados, a veces tanto que pueden llegar a confundir a sus propios razonadores. Y, paradójicamente, no duda en nutrirse, siempre a conveniencia, de los datos aportados precisamente por aquellos que desprecia, proclamándose como la única legitimada para interpretarlos correctamente.

La logintiva es el fenómeno mental más común de nuestro tiempo, y le deben su éxito y popularidad tanto presentadores de programas de alienígenas y civilizaciones pasadas súper desarrolladas como periodistas de teorías de políticas conspiratorias.
La logintiva supone una verdadera amenaza para las sociedades más desarrolladas, pues es en ellas donde la libertad de expresión les sirve de balón de oxígeno. A la vez, la falta de responsabilidad penal para los desinformadores e infoxicadores les deja vía libre para aprovecharse de la logintiva de su público.

Pocas cosas han sido más dañinas para la sociedad que la profesionalización de las técnicas de venta, cuando se empezaron a pagar cantidades astronómicas a equipos humanos cuyo solo y único cometido era el de diseñar estrategias para la comercialización y venta de un producto con total independencia de su calidad o funcionalidad. Los grandes publicistas pueden presumir de ser capaces de venderle hielo a un esquimal —incluso cuando ese hielo es tóxico, o ni siquiera existe. No obstante, este poder destructivo está siendo superado por la infoxicación.

La infoxicación no solo llega a millones de personas como el anuncio mejor pagado, sino que lo hace de una manera prácticamente instantánea: una leyenda de desinformación puede golpear a miles de millones de personas en tan solo unos pocos segundos en todo el mundo. Pero, además, a diferencia de las técnicas de marketing que solo tienen el poder de hacer que un anuncio se replique a sí mismo, la leyenda de desinformación, debido a la logintiva, experimenta el fenómeno de bola de nieve en cuestión de minutos. En pocas horas, el proceso de infoxicación es prácticamente imposible de deshacerse. Y mientras la leyenda de desinformación sea algo anecdótico, el proceso de infoxicación solo daña el conocimiento de los infoxicados; pero también puede llegar a golpear con tal fuerza como una avalancha. En los últimos años la hemos visto destruir candidaturas presidenciales, dar la victoria en campañas electorales a posturas fraudulentas, girar las tornas de referéndums a favor de la mentira, y hasta culminar en asaltos a mano armada a restaurantes insensatamente calumniados. La infoxicación ha destruido países enteros en lo que llevamos de siglo XXI.

Los partidos políticos han sido los primeros en saber aprovecharse de la infoxicación. Emplean las estrategias de la desinformación para conseguir polarizar, desacreditar y desestabilizar al oponente. Es la aplicación más cruda y psicológicamente violenta del lema el fin justifica los medios. Esto, en el largo plazo, producirá un fallo del propio sistema democrático y redundará en el resurgimiento de regímenes dictatoriales, figuras despóticas y tiranos.

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