El arte de escribir


El arte de escribir, como cualquier otro arte, puede ser fuente tanto de la mayor sensación de plenitud y felicidad como de la más absoluta frustración y depresión para el autor. Normalmente, la diferencia pende del finísimo hilo de la sentencia de los demás. Digo normalmente porque los hay que no les afecta lo más mínimo la opinión de los demás para ser felices o estar deprimidos. Los hay que escriben para sí mismos, esto es, para satisfacer su propia necesidad y punto, y los hay que escriben para sus lectores, esto es, atendiendo a los gustos y demandas de su público exclusivamente.

En mi opinión, la sensación de plenitud y la felicidad derivan del perfecto compromiso entre el gusto propio y el del lector. Uno ha de serse fiel a sí mismo y disfrutar de lo que hace, por supuesto («El verdadero placer es escribir; ser leído no es más que un consuelo superficial». Virginia Woolf). Sin embargo, para sentirse pleno y feliz del todo es imprescindible recibir cierta aprobación y la estima de los lectores («El hombre que escribe oscuro no puede hacerse ilusiones: o se engaña, o trata de engañar a los demás». Stendhal). No quiero decir con ello que un escritor ha de sucumbir irreductiblemente a las exigencias de su público, pero sí que creo que es este un factor determinante en cierta medida.

No cabe duda de que muchos somos los escritores que bebemos de fuentes antiguas y está claro que las más grandes obras de la literatura están ahí para nuestro deleite y estudio. Sin embargo, rara vez un escritor de ahora buscará recursos estilísticos en El Quijote o en El lazarillo de Tormes. Ni siquiera las grandes obras de los siglos XIX y XX pueden servir ya de modelos a seguir. La pulcrísima narrativa de Tolstoi y de Flaubert, o la perfección léxica de Dickens y de Pérez Galdós, por poner solo cuatro ejemplos entre los centenares que iluminan el cielo de las estrellas literarias, son y serán siempre hitos en la literatura universal. Pero esa era una literatura producida por y para las personas que disponían de algo de lo que hoy muy pocos disponen ya: tiempo. Y no me refiero al tiempo libre, sino al tiempo para deleitarse con la lectura. Hoy en día, incluso los que disponen de tiempo libre no tienen todo el tiempo que les gustaría tener para poder leer todo lo que les gustaría leer. Eso nos ha obligado a modificar los hábitos, especialmente los de la lectura. En el pasado, los lectores podían dedicarle tardes enteras a una obra, repasando líneas, revisando el estilo o simplemente dejándose seducir por el uso que el autor hacía del lenguaje. Era esta, de hecho, una actividad que en muchas ocasiones se realizaba en familia o en grupo. Hoy buscamos información y disfrute inmediatos y, generalmente, de manera individual. Por tanto, los lectores hoy buscarán en las obras cosas muy distintas de las que se buscaban entonces. Es esto lo que realmente ha terminado por darle un carácter nuevo y diferente a la literatura del siglo XXI.

El escritor que quiera buscar ese matrimonio entre su proceso creativo y a quienes va dirigido su arte deberá tener en cuenta estas apreciaciones. Aun a riesgo de resultar demasiado reduccionista, he condensado estas preferencias de los lectores actuales en seis puntos:
1. Poca descripción. A un lector de hoy en día le es mucho más accesible la información de lo que les fuera a nuestros antepasados y, por término general, ha estado más expuesto a estímulos visuales, por lo que le bastará con los detalles más distintivos, aquellos que sean más imprescindibles, para hacerse con una imagen mental, de lo que se describe.
2. Frases cortas. Tal vez por influencia del mundo inglés, los lectores no disfrutan de las grandes parrafadas llenas de subordinadas unas dentro de la otra. No hay tiempo para eso.
3. Diálogo antes que narración. El lector preferirá conocer la personalidad de un personaje a través de lo que dice y de cómo lo dice antes que leyendo párrafos acerca de su psicología y emociones.
4. Lenguaje común. Esto no quiere decir que el lector de ahora quiere que se le trate como a un tonto, pero sí que preferirá no tener que acudir al diccionario cada dos o tras frases. Además, por norma general, prefiere leer un lenguaje con el que se pueda sentir identificado.
5. Uso de adjetivos sencillos pero evocadores. Es importante que el lector sea capaz de sentir lo que está leyendo y, para eso, nada mejor que un buen uso de los adjetivos.
6. Explicaciones enciclopédicas. Debido a la urgencia endémica de los tiempos que corren, el lector agradecerá que en el poco tiempo que le pueda llevar leer una obra, ésta, además de entretenerle, le aporte conocimientos nuevos.

En resumen, hoy prima la imagen sobre el lenguaje. De hecho, podrían sintetizarse estos seis puntos en la idea originada por un publicista del siglo XX de que una imagen vale más que mil palabras. Y así, como predijo Edgar Allan Poe, los autores de las grandes obras de finales del siglo XX y principios del siglo XXI son capaces de contar grandes historias, manteniéndose alejados de los estilismos del pasado, creando obras que resultan muy visuales. Lo que está aún por ver es si el efecto tan beneficioso para el cerebro que produce la lectura de aquellos es el mismo que el de la lectura de las obras actuales.

La "gugolesia" y la "logintiva"

Si el lenguaje que usa es poco erudito, no confíes en el mensaje.
Si la crítica se centra en juicios de valor, no confíes en el mensaje.
Si el argumento principal consiste en acusar al contrario, no confíes en el mensaje.
Si el discurso parte del odio o lo tiene como trasfondo, no confíes en el mensaje.
Si el mensaje se sirve del insulto, deséchalo.
La desinformación genera infoxicación. La infoxicación es una intoxicación de la mente humana producida por información falsa, la rumorología y, sobre todo, la gugolesia (que es como me gusta llamar a la técnica de obtener todos los datos de Google, pero sin contrastar las fuentes porque se descansa en la idea de que es el propio buscador la fuente de máxima fiabilidad). La información veraz, por el contrario, no puede intoxicar, solo la desinformación puede intoxicar.

La información veraz puede polarizar, pero siempre encontrará partes del opuesto con los que comulgar, como se ve en el símbolo taoísta del yin-yang.

La desinformación, por el contrario, polariza sin dejar posibilidad a un entendimiento entre las partes, creando una oposición entre el hemisferio blanco y el hemisferio negro que se verán separados por una gruesa línea roja o azul o verde o morada o naranja…

La desinformación puede existir solo en tanto en cuanto haya medios para difundirla y una predisposición por parte del individuo para aceptarla.

Los medios hoy en día existen. Son las redes sociales. La predisposición siempre ha existido: es lo que yo he dado en llamar la lógica intuitiva o logintiva.

La lógica intuitiva es aquella forma de razonar basada en lo que resulta más favorable para los cánones aceptados por un individuo y que se ajuste más a su sistema de valores. La frase la realidad siempre supera la ficción refleja el fenómeno de la lógica intuitiva ya que viene a decir que es más fácil creer la ficción que creer los hechos reales.

Más próxima a la superstición, la logintiva no recurre a la experimentación y desconfía de la comprobación de los datos; de hecho, desprecia las evidencias científicas. Tanto es así, que la ciencia suele estar en el centro de la diana de todas sus acusaciones conspirativas, afirmando que amaña las pruebas deliberadamente en beneficio propio, un propósito casi siempre maligno —la logintiva razona en términos de bien y mal, que toma como valores absolutos e indiscutibles.

Sin embargo, la logintiva presume de razonamientos muy complejos e intrincados, a veces tanto que pueden llegar a confundir a sus propios razonadores. Y, paradójicamente, no duda en nutrirse, siempre a conveniencia, de los datos aportados precisamente por aquellos que desprecia, proclamándose como la única legitimada para interpretarlos correctamente.

La logintiva es el fenómeno mental más común de nuestro tiempo, y le deben su éxito y popularidad tanto presentadores de programas de alienígenas y civilizaciones pasadas súper desarrolladas como periodistas de teorías de políticas conspiratorias.
La logintiva supone una verdadera amenaza para las sociedades más desarrolladas, pues es en ellas donde la libertad de expresión les sirve de balón de oxígeno. A la vez, la falta de responsabilidad penal para los desinformadores e infoxicadores les deja vía libre para aprovecharse de la logintiva de su público.

Pocas cosas han sido más dañinas para la sociedad que la profesionalización de las técnicas de venta, cuando se empezaron a pagar cantidades astronómicas a equipos humanos cuyo solo y único cometido era el de diseñar estrategias para la comercialización y venta de un producto con total independencia de su calidad o funcionalidad. Los grandes publicistas pueden presumir de ser capaces de venderle hielo a un esquimal —incluso cuando ese hielo es tóxico, o ni siquiera existe. No obstante, este poder destructivo está siendo superado por la infoxicación.

La infoxicación no solo llega a millones de personas como el anuncio mejor pagado, sino que lo hace de una manera prácticamente instantánea: una leyenda de desinformación puede golpear a miles de millones de personas en tan solo unos pocos segundos en todo el mundo. Pero, además, a diferencia de las técnicas de marketing que solo tienen el poder de hacer que un anuncio se replique a sí mismo, la leyenda de desinformación, debido a la logintiva, experimenta el fenómeno de bola de nieve en cuestión de minutos. En pocas horas, el proceso de infoxicación es prácticamente imposible de deshacerse. Y mientras la leyenda de desinformación sea algo anecdótico, el proceso de infoxicación solo daña el conocimiento de los infoxicados; pero también puede llegar a golpear con tal fuerza como una avalancha. En los últimos años la hemos visto destruir candidaturas presidenciales, dar la victoria en campañas electorales a posturas fraudulentas, girar las tornas de referéndums a favor de la mentira, y hasta culminar en asaltos a mano armada a restaurantes insensatamente calumniados. La infoxicación ha destruido países enteros en lo que llevamos de siglo XXI.

Los partidos políticos han sido los primeros en saber aprovecharse de la infoxicación. Emplean las estrategias de la desinformación para conseguir polarizar, desacreditar y desestabilizar al oponente. Es la aplicación más cruda y psicológicamente violenta del lema el fin justifica los medios. Esto, en el largo plazo, producirá un fallo del propio sistema democrático y redundará en el resurgimiento de regímenes dictatoriales, figuras despóticas y tiranos.

Es usted imbécil

 


Es usted imbécil. Disculpe que se lo diga así, de sopetón, pero ya es hora de que alguien se lo diga. Claro que, quién soy yo para decírselo, se preguntará, y por eso, me voy a explicar.
Es usted imbécil porque va por la vida poniendo en práctica las sandeces que se van oyendo hoy en día sin preocuparse de la validez de las fuentes. ¿O acaso no se ha convencido de que es usted un ser único y maravilloso, que no debe importarle lo que digan los demás, y que solo potenciando ese convencimiento de unicidad e individualismo se convierte en una versión mejorada de sí mismo y de todos los que le precedieron? ¿Acaso no se ha creído que el sistema intenta hacernos a todos iguales para poder controlarnos mejor? ¿Acaso no se afana usted a diario por romper con las cadenas de lo socialmente establecido, lo socialmente aceptado? Usted está infectado por esta pandemia moderna que se llama hiperindividualitis. Piénselo de nuevo, razonadamente: ¿cómo puede creerse que lo importante es uno mismo y no la sociedad? Usted, y yo, y todos los demás, sin la sociedad no seríamos nada, no valdríamos nada, porque, verá, lo que hace a un rey son sus súbditos; lo que hace a una estrella del pop son sus fans; y lo que hace que usted sea especial, o no, son los demás que se lo reconocerán –o no. Sin ellos, sin la sociedad, usted no sería nada. De hecho, es precisamente la sociedad la que sirve para que cada individuo se convierta en mejor persona, y no al revés. El código de circulación se ha ido conformando a medida que nuestras carreteras se han ido llenando de vehículos, y sirve para garantizarle su seguridad; lo mismo ocurre con los modales. Los modales se inventaron por algo que nada tiene que ver con generar sentimientos clasistas ni racistas ni de superioridad. Pero a usted, cuando va al volante no le importan los demás. Los modales se han ido forjando a lo largo de los siglos por la propia sociedad, lentamente, hasta consolidarse en su exponente más elevado durante la era victoriana –y el imperialismo británico fue la desgracia y la condena de dichos modales pues, por un fenómeno de asociación, al despreciar dicha política agresiva y abusiva también se despreció a los modales que la adornaban. El refinamiento y la educación sirven para distinguirse de los brutos y así ser un ser mejorado; no tiene nada que ver con las clases sociales ni con el origen de cada uno; los modales son lo que convierten a un ser humano en un ser civilizado, porque, como rezaba el antiguo dicho victoriano, con ser humano no basta, hay que ser civilizado. Y eso solo se consigue con la disciplina, con el sacrificio y con el esfuerzo; un esfuerzo encaminado a comprender el principio básico de que no estamos solos en el mundo, de que necesitamos de los demás, y de que nuestra libertad termina allí donde empieza la de los otros. Los otros, verá usted, son tan importantes cuanto uno mismo. ¿Acaso no dijo un gran sabio, para muchos el dios redivivo, amaos los unos a los otros? Amar a los otros no es otra cosa que respetarlos como seres idénticos a uno mismo. ¿Y cómo demonios vamos a respetarlos, a tenerlos en cuenta, a no vulnerar sus libertades, comportándonos de manera individualista, creyéndonos únicos? ¿Acaso no es esta enfermedad de la hiperindividualitis una nueva expresión de ese malsano sentimiento de superioridad clasista? Imagínese que una persona decidiera llevar al máximo exponente ese principio y realmente ser sí misma sin importarle lo que piensen los demás. Imagine que, repudiando todo convencionalismo social, dejara de utilizar desodorantes y perfumes, geles de ducha y champú, aludiendo a que los alcoholes y los aluminios dañan su piel, a que contribuyen a la contaminación, a que alimentan el cambio climático y a que para producirlos seguramente se maltraten animales, se exploten niños en países subdesarrollados y se contribuya al enriquecimiento de las multinacionales capitalistas. Imagine que, además, dejara de asearse pues así se lo pide el cuerpo –y el cuerpo, ya se sabe, es muy sabio y hay que escucharlo. Por último, imagine que, también en aras de esa solidaridad con el mundo y por hacer valer su relación íntima consigo misma, esta misma persona decidiera dejar de lavar su ropa, al menos el pantalón que siempre usa y la camiseta en la que se lee uno de sus lemas preferidos. Y ahora, una vez esta persona se encuentre en su verdadera esencia –porque nadie podrá discutirle qué es lo que hace que sea ella misma–, imagine que decidiera subirse a todos los transportes públicos que pueda, día tras día. ¿Que necesita expulsar alguna ventosidad?, pues así lo hará. ¿Ha de estornudar?, lo hará con todas las ganas. ¿Bostezar?, ¿eructar? ¿estirarse? Nada sería un impedimento para actuar libremente según le pida el cuerpo. Con todo, para encontrarse mejor consigo misma, esta persona decide llevar la música de su cantante preferido en los auriculares a todo volumen, tan alto que se puede oír incluso a distancia. ¿Qué le diríamos a las personas que, teniendo que compartir asiento, se vieran obligadas a respirar sus hedores y a escuchar lo que no les interesa? Al que le moleste su pestilencia –pocas cosas hay que puedan repugnar más que el hedor de un cuerpo humano sin asear–, o al que le incomode escuchar esa música… que se aparte más allá o, de lo contrario, no la estará permitiendo desarrollarse como persona única, diferente, auténtica e irrepetible, impidiendo con ello su crecimiento como persona completa y en el conocimiento de sí misma.
¿Exagerado? Pues le estoy hablando de una experiencia real, vivida de cerca por quien le escribe. Consiento, no obstante, en admitir que no todo individualismo llega a estos extremos. Pero ya sabrá usted que los extremos hacen buenos ejemplos, y aquí lo he necesitado para explicarle por qué perder los buenos modales no es bueno: es una cuestión de respeto, el respeto que le debemos a los demás, a los otros.
Le voy a explicar a usted por qué se ha perdido el concepto de respeto en pro del individualismo; porque ser diferente, ser único, ser maravilloso y crecer como persona, ser auténtico, genuino, irrepetible… no implica ningún esfuerzo, no conlleva la necesidad de ninguna disciplina, no supone ningún tipo de sacrificio. Se ha desvirtuado el mensaje milenario del templo de Delfos, y conócete a ti mismo se entiende como haz lo que te haga feliz hasta que descubras, quizá por azar y de tanto probar, quién eres en realidad, o no. Los maestros, por desidia, hastío o por simple ignorancia, se han olvidado de enseñar que uno solo se puede conocer a sí mismo tras someterse a una disciplina, tras obligar al cuerpo a resistir las tentaciones que tan “sabiamente” le impone, y tras renunciar a la comodidad que le brinda la carencia de esfuerzo (el cuerpo es sabio). En definitiva, ha desaparecido el filtro de la sociedad, eso que todas las culturas del pasado y en cualquier continente practicaban con el nombre de iniciación. Decir eso no está bien o eso no se hace se ha convertido en una vulneración de la persona, de su más intrínseca libertad. Ya no se aprende de los sabios ni de los abuelos; ahora nos fiamos de las estrellas del cine o de vendedores de bestsellers sobre autoayuda y pseudo sicología que, independientemente de su formación, se han adjudicado la potestad de enseñar valores (las fuentes). ¿Qué más da si mi cuerpo engorda, incluso si engorda desmesuradamente?, ¡mientras siga mi propia esencia! Mientras escuche a mi ser, a mi verdadero yo, ¿qué más da en qué me convierta? ¿Lo ve? Es usted imbécil.
Vestirse con decencia y llevar el cabello aseado es una forma de mostrar respeto a los demás, mientras que lo contrario denota aires de superioridad enmascarados; y sentirse por encima de los demás es un desprecio a los otros. Hablar con propiedad –además de mejorar la capacidad de razonamiento– es una muestra de cortesía y atención porque demuestra interés por hacerse entender y no ofender. Así, guardarse ciertos pensamientos, antes de considerarse hipocresía, ha de valorarse como algo correcto por el mismo motivo. Rezaba el dicho victoriano que un caballero o una dama siempre piensa lo que dice, pero no siempre dice lo que piensa. No hay nada de malo en dar las gracias incluso cuando no son merecidas ni en pedir perdón incluso cuando no se ha ofendido; los buenos modales hacen a la persona. Lo dijo otro sabio –que otros han divinizado también– y es que lo que pensemos se convertirá en nuestras palabras, y nuestras palabras en nuestros acciones, y nuestras acciones en nuestros hábitos, y nuestros hábitos en nuestro destino.
Pero ser educado, mostrar buenos modales, en fin, comportarse de manera civilizada, requiere de esfuerzo y, en ocasiones, incluso de un modesto sacrificio. Esfuerzo y sacrificio es lo que no se le puede pedir a alguien hoy sin que lo tachen a uno de conservador o fascista. Por eso, es usted un imbécil. La buena noticia es que su imbecilidad no es irreversible; hay una cura para la hiperindividualitis y usted también puede educarse y aprender buenos modales. Con suerte, acabará dando ejemplo y entre todos lograremos cubrir el planeta de personas humanas, sí, pero también civilizadas.

Más realidad positiva e ilustrada, y menos Greta Thunberg

 


La primera vez que vi una intervención de Greta Thunberg me alarmé. Pero mi sensación de alarma no procedía de ver a una adolescente recriminándole a los adultos lo que están haciendo mal –yo, y cientos de miles como yo, fuimos iguales. Lo que me alarmó de Greta Thunberg era el hecho de saber que alguien la había puesto allí y la estaba usando. Lo que no tenía tan claro era si ese alguien era siniestro y tan poderoso como para hacerla llegar allí, o si era poderoso y tan siniestro como para ello. Y que el cándido lector que se ha rendido ya a los brazos de esta adolescente no me juzgue tan pronto; que no me malinterprete. No quiero decir que yo sea un escéptico del cambio climático. En mi opinión, quien no crea en el cambio climático es como quien cree en Dios, necesita vivir en una ilusión. Pero bueno, eso es respetable. Lo que opino –y lo hago sustentando mis opiniones sobre argumentos sólidos y conocimiento de datos–, es que el fenómeno Greta Thunberg es pesimista, irrealista e injusto. Escribo como adulto, y en representación de todos los adultos de mi generación, así como de los de las anteriores que han luchado y luchan –quienes de un modo y quienes de otro–, por aportar su grano de arena a conseguir un mundo mejor.
Escribo esto, pues, como adulto y en respuesta al mensaje de Greta Thunberg en su discurso de la Cumbre Climática de la ONU (visto en el siguiente video: https://youtu.be/RxVNbxfXLoY )
Punto uno: la infancia/adolescencia de Greta Thunberg no está siendo peor que la de las generaciones anteriores, ni mucho menos. Si su generación vive con el temor del fin del mundo por el cambio climático, la mía vivía con la AUTÉNTICA REALIDAD del fin del mundo por culpa del botón rojo y el miedo pánico a una guerra nuclear entre las dos mayores potencias. La generación de mis padres tal vez fue la única que vivió sin temor alguno, aunque no lo sé, porque la Revolución del 68 la hicieron por algo. La de mis abuelos fue una adolescencia frustrada por la II Guerra Mundial –sobran las palabras–, y la de los padres de mis abuelos fue la adolescencia de la I Guerra Mundial...
Punto dos: los adultos le hemos dado un mundo mejor a la generación de Greta Thunberg, entre otras cosas por la Convención sobre los Derechos del Niño, de 1989, y por la Declaración de los Derechos del Niño, de 1959, derechos que le han otorgado a ella y a los de su generación privilegios con los que los de mi generación y todas las anteriores apenas nos hubiéramos atrevido a soñar.
Punto tres: el Protocolo de Kioto se firmó en 1997, y no por mera diversión sino porque, evidentemente, había una seria preocupación internacional al respecto. Distinto es que la voluntad política no haya cuajado hasta 2005 para ponerlo en acción, pero la justicia (esto los adultos lo saben) no es mala sino lenta para evitar ser injusta. Aun así, desde 2012 solo 2 países, Estados Unidos y Canadá, son los que no ratifican el protocolo (2 de un total del mundo entero). ¿Y ahora tenemos a una adolescente que viene a lavarnos la cara?
Punto cuatro: el plástico es el gran problema del mundo, pero no ha nacido de la mala fe de los adultos con la intención de contaminar el planeta y solo por enriquecer a unos pocos, no. El plástico ha sido la solución (la salvación en muchos casos) a grandes problemas de sostenibilidad que teníamos hace 30 y 40 años, como, por ejemplo, el uso del papel y la madera que generan deforestación. Se pensó, entonces, que sería bueno, por su plasticidad y versatilidad y por su economía, eso sin contar con las posibilidades que ofrecía –y ofrece– para el Tercer Mundo. Ahora hemos visto que es contaminante y malo, bien. Pero no lo sabíamos entonces, y en cuanto lo hemos confirmado nos hemos puesto manos a la obra, y ya tenemos los sustitutos preparados y usándose.
Punto cinco: enviar los mensajes de alarma mundial en boca de una adolescente es una treta sucia de los adultos que están detrás, y le está haciendo un flaco favor a todas las instituciones, científicos y adultos que tenemos algo que decir al respecto, y es: es cierto que el mundo está al borde de una situación muy crítica, pero NO es cierto que lo hemos llevado ahí a posta, por mala idea o por falta de voluntad. Hemos acabado con muchos de los problemas antiguos y acabaremos con estos problemas también. Pero no es algo que se pueda hacer de hoy a mañana, y no se puede hacer así sencillamente porque hay siete mil millones de personas en el mundo con realidades muy distintas y hemos decidido que TODAS y CADA UNA de esas 7 000 000 000 de personas tienen el mismo derecho a un trabajo, a una sostenibilidad y a una vida digna. Acabar con el cambio climático es una cosa; acabar con el cambio climático teniendo en cuenta eso, es otra bien distinta y que ninguna adolescente puede solucionar con su llamamiento a la acción. Que haya un par de políticos corruptos (y mal nacidos) no nos convierte al resto de los países, al resto de los adultos, al resto del mundo, en unos irresponsables hipócritas. El mensaje que lanzan las figuras oscuras tras la imagen de Greta Thunberg es injusta y peligrosa.
Estamos esquilmando los mares, acabando con el agua potable y desertizando la corteza verde del planeta. Es cierto. Pero decir “¡basta ya!” no es el remedio. ¿Quién será el primero en reducir a la mitad su consumo de latas de atún al año? ¿Quién el primero en dejar de comprar cualquier cosa que venga en un envoltorio de plástico? Y en cuanto a los políticos, ¿quién será el primero en dictarles a las industrias de su país cuánto tienen que producir y cómo han de hacerlo?
La realidad es mucho más compleja. Me gustaría preguntarle a Greta Thunberg si ella sabe lo que es pasar necesidades, pasar hambre y sufrir el dolor de la pobreza. Me gustaría preguntarle si ella entiende la realidad de la cooperación internacional en asuntos de vital importancia para millones de niños desnutridos y que, desgraciadamente, esas cooperaciones tienen que ver con el cambio climático –un error que cometimos para paliar un problema enorme. Me pregunto si ella sabrá que el problema de la venta de armas, de los creadores de guerras, de los ejércitos de niños, de los diamantes de sangre y el coltán son tan acuciantes y dramáticos –o más– como el del cambio climático, y si es consciente de que nada se está haciendo al respecto. Y cuando digo nada, quiero decir lo que la palabra significa con todas sus letras.
El niño pequeño culpa a la madre por haberle quemado con el agua caliente cuando le preparó el baño. Eso es Greta Thunberg y sus seguidores. Y su imagen está generando una conciencia mundial, sí, pero la conciencia equivocada, la de la pataleta, la tan auténticamente adolescentesca como la del "¡Lo quiero y lo quiero ahora!", y está generando la consciencia de que quienes saben y pueden hacer cosas no las están haciendo, lo cual no es cierto. No es cierto. Se están haciendo cosas, y se están haciendo desde hace décadas, desde mucho antes de que Greta Thunberg siquiera hubiera nacido.
Ser adulto significa, entre otras cosas, tener la capacidad de distinguir entre los deseos de nuestros hijos y sus necesidades y hacerlo de manera de garantizar la viabilidad y la realidad de que esas necesidades se cubran satisfactoriamente. Por eso me enfada ver a tantos "adultos" enviando por todas las redes sociales los videos de Greta Thunberg con los pies de foto que insinúan que ella tiene razón y nosotros, los adultos, no estamos haciendo nada.
Querida Greta Thunberg, no sé quién te está manipulando, pero esas personas te han arrebatado tu infancia. Vuelve al instituto, después matricúlate en una universidad y sé la adulta brillante que prometes ser. Y cuando hayas vivido la mitad de lo que hemos vivido las personas como yo, entonces podrás venir a darnos lecciones. ¡Y te escucharemos! Pero te pronostico lo siguiente: Primero, nosotros, los adultos, acabaremos con el problema del cambio climático, y tú lo verás con tus ojos; nosotros los adultos pondremos remedio a la destrucción del medio ambiente, y tú lo verás con tus ojos. Segundo, cuando seas adulta y podrás venir a darnos lecciones, tu visión del momento presente será distinto y si fueras absolutamente sincera contigo misma, tú te ruborizarás por estas actuaciones.
Queridos adultos del mundo, ahora, una vez más, necesitamos creer en nosotros mismos, igual que lo hemos hecho en tantas otras ocasiones; necesitamos creer en el ser humano, en su capacidad y habilidad por solucionar los problemas. No necesitamos que vengan los adolescentes a darnos lecciones pues nosotros hemos estado allí y sabemos de esa pasión por las cosas. Necesitamos mantener la calma, la cordura y la mente fría. Necesitamos recordar que nosotros, los seres humanos, somos maravillosos.
El cambio climático es una realidad peligrosa y que atenta contra la propia existencia del ser humano. Los científicos lo saben desde hace cincuenta años. Los gobiernos están en ello. Pero no es algo sencillo de abordar, y cualquiera que tenga nociones de ingeniería agroalimentaria, geografía física, política de relaciones internacionales, y física de la población y la estructura económica sabrá que ponerle solución depende en gran medida de acabar con muchas otras medidas que han supuesto la solución a muchos otros gravísimos problemas que tiene el ser humano. El hombre primitivo lloraba porque estaban acabando con el mamut; ahora que el mamut está extinto hay enormes y maravillosos bosques donde antes había praderas. ¿Recuperamos al mamut o nos quedamos con los bosques?
Aquí no hay dos bandos; no están los malos que quieren seguir enriqueciéndose a costa de terminar con la vida en el planeta, y todos los demás. Este es un mensaje infantil y, sobre todo, erróneo. En cuanto al plástico, forma parte del 40% de todo lo que tenemos a nuestro alrededor y que consideramos útil y necesario para la vida. El plástico, de un modo u otro, es empleado para el 80% de nuestras acciones cotidianas: en las viviendas lo encontramos en electrodomésticos y en los aparatos de alta tecnología, en mobiliario y decoración, en las paredes lo encontramos en enchufes e interruptores, en espumas aislantes y tuberías… En la automoción está en las partes del motor, en la carrocería y ruedas, así como en su interior. En la industria de consumo está en los envases, botes y bandejas, bolsas y envoltorios, en muchos casos necesarios e incluso indispensables para garantizar la sanidad… No hay un modo sencillo de acabar con ello. Pero lo estamos haciendo, de la manera más responsable posible, y lo haremos a marchas cada vez más aceleradas. Ahora bien, el mensaje que habría que transmitir es este, que estamos en ello, que hay ya miles de productos alternativos al plástico y que se están empleando eficazmente, y que incluso la propia naturaleza está despertando alteraciones evolutivas para luchar contra ello en forma de bacterias y hongos que pueden degradarlo.
En cuanto a la contaminación por CO2, es algo horrible y peligroso para la vida del planeta. Pero no podemos eliminarlo de la noche a la mañana, ni siquiera sería fácil reducirlo más rápidamente de lo que el Protocolo de Kioto establece. Nuestra vida, paradójicamente, depende de esas emisiones. Nuestras vidas, en sus actos más nimios e insignificantes, pero muchas veces indispensables y necesarios, de un modo u otro contribuyen a la contaminación del planeta. ¿Estarían dispuestos Greta Thunberg y los suyos en dejar de utilizar el avión –el medio de transporte más contaminante de todos– para desplazarse por el mundo para acudir a sus charlas? Cambiar la forma de vida de miles de millones de personas no es algo que se pueda hacer de la noche a la mañana, ni en un año ni en cinco. Pero estamos en ello. Y este es el mensaje que debemos transmitir. Que estamos en ello, y que lo conseguiremos.

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