Nada es verdad. Todo es posible. La veracidad de la ciencia: lecciones del pasado en la era de la desinformación

El debate sobre el cambio climático me ha enseñado que también se puede desconfiar de los científicos. Para mí, la ciencia era sinónimo de verdad. Lo mismo que su religión para cualquier creyente, la ciencia era para mí incuestionable y, casi como un talibán, embestía contra todos aquellos que la pusieran en duda. Y de todas las que he peleado, la batalla contra los herejes creacionistas ha sido la más apasionada. Que se niegue la teoría de la evolución me irrita especialmente –y me produce pena al mismo tiempo y creo que no se hace lo suficiente para terminar con esa plaga mental. Supongo, no obstante, que, al igual que ha ocurrido con el fenómeno del terraplanismo –tan bochornoso para los que lo promovieron–, simplemente habrá que esperar a que se den de bruces con la realidad. No obstante, ahora comprendo mejor a los detractores de la ciencia ya que, como apuntaba al principio, el debate sobre el cambio climático ha puesto de manifiesto que efectivamente la ciencia se puede poner en duda. Esto, dicho así, me produce escalofríos. Pero los científicos son seres humanos también y, como cualquier otro ser humano, también saben mentir.

  


Si bien la ciencia como tal no miente, puede haber teorías erróneas que persistan durante mucho tiempo. El ejemplo más interesante es, en mi opinión, el del éter. Es este uno de los criterios erróneos que ha perdurado más tiempo. Fue propuesto por primera vez por Aristóteles, en el siglo IV a.e.c., como un concepto filosófico, pero fue durante el siglo XVII que se convertiría en una noción científica. Se formuló la teoría de que el éter luminífero era el medio necesario para que las ondas de luz viajaran por el espacio –de manera similar a como el sonido viaja a través del aire–, un medio infinito e invisible que permeaba el universo entero. Esto fue aceptado ampliamente hasta el siglo XX, y científicos de la talla de Newton, Maxwell, Kelvin y Lorentz lo promulgaban sin titubeos. Incluso hubo un experimento, en 1887, realizado por los científicos Michelson y Morley para demostrar su existencia. La teoría del éter no se abandonó hasta la llegada de la Teoría General de la Relatividad de Einstein, en 1915. Y si bien es cierto que la ciencia avanza mediante el cuestionamiento, la revisión de evidencias y, a veces, aprendiendo de errores, también lo es que ha habido casos de científicos que han mentido de manera deliberada y flagrante.

    En 1912, el arqueólogo Charles Dawson afirmó haber encontrado el eslabón perdido de la evolución humana. El Hombre de Piltdown, que es como se llamó a este supuesto eslabón perdido, resultó ser un engaño premeditado. ¡Eran una mandíbula de orangután y un cráneo humano modificados para parecer antiguos! Este fraude no fue expuesto hasta más de cuarenta años después, gracias a las mejores técnicas de datación.

   Con todo, uno podría pensar que se trata de cosas del pasado. Nada más lejos de la realidad. Los fraudes científicos no son cosa del pasado. En 2004 y 2005, el científico surcoreano Hwang Woo-suk afirmó haber clonado embriones humanos y extraído células madre. Tiempo después, sus estudios fueron revelados como fraudulentos y la comunidad científica lo condenó ampliamente. Este es uno de los casos más notables de las falsificaciones científicas. Pero no el único. En 1998, el médico inglés Wakefield anunció que la vacuna triple vírica producía autismo. Aunque posteriormente se descubriera que había manipulado datos y que tenía conflictos de interés y, por tanto, su estudio fuera desmentido y retirado, lo cierto es que causó un gran impacto en los movimientos antivacunas que perdura aún hoy día.

    En la lista de las falsedades científicas ocupa un lugar infame y tristemente notable el de la lobotomía. Esta práctica fue popularizada por el neurólogo portugués António Egas Moniz, en los años 1930 y 1940, como un tratamiento válido para trastornos mentales graves como la esquizofrenia o la depresión. La lobotomía consistía en introducir un escalpelo por la nariz del paciente y con un golpe firme de martillo cortar las conexiones en el lóbulo frontal del cerebro. Moniz recibió el premio Nobel en 1949 por su trabajo. Sin embargo, sus efectos resultaron ser devastadores: pérdida de funciones cognitivas, cambios de personalidad severos, incapacitación permanente… El Dr. Walter Freeman fue uno de los principales defensores de la lobotomía y realizó miles de estas operaciones, en su mayoría con resultados trágicos. Entre ellos, el caso de Rosemary Kennedy, de 23 años, la hermana del presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, a la que sometió a una lobotomía en 1941. La intervención dejó a Rosemary con una discapacidad mental severa y pasó el resto de su vida en instituciones de cuidado. Esta práctica no fue desacreditada hasta mediados del siglo XX.

   La física también ha tenido sus casos de fraude y engaño. Entre los más notorios se encuentra el de la fusión fría. En 1989, los científicos Martín Fleischmann y Stanley Pons anunciaron que habían logrado una reacción de fusión nuclear a temperatura ambiente, algo que prometía una fuente de energía prácticamente ilimitada y limpia. Sin embargo, resultó ser un fraude. En 1903, el físico francés René Blondlot afirmó haber descubierto una nueva forma de radiación, los rayos N. Sin embargo, resultó ser un fraude. Entre 1998 y 2002, Jan Hendrik Schön publicó en revistas de prestigio como Nature y Science hallazgos aparentemente revolucionarios sobre semiconductores orgánicos y transistores moleculares. Sin embargo, resultaron ser un fraude. En 1970, Joseph Weber afirmó haber detectado ondas gravitacionales. Resultó ser un fraude.

    ¿Cómo no dudar de la ciencia, cuando sabemos de la persistencia de conceptos erróneos durante siglos, como el caso del éter, o ante casos de fraudes y mentiras, como los de los rayos N o el Hombre de Piltdown? Nuestros más antiguos antepasados nos dejaron una lección muy clara al respecto, y fue la de, simplemente, dudar de todo. Ahora bien, dudar de todo, pero sin descartar el rigor de la lógica y sabiendo identificar qué intereses creados pueden hallarse tras las cosas que nos quieren dar por verdades. Dudar de todo, sí, pero con sentido común.

    Sabemos de los intereses económicos detrás de las investigaciones farmacéuticas y de cómo las grandes compañías a menudo financian investigaciones científicas que pueden beneficiar sus productos y no necesariamente la salud. Sabemos que en el sector de la agricultura y la biotecnología las empresas agroalimentarias han financiado investigaciones sobre organismos genéticamente modificados y pesticidas, a menudo promoviendo estudios que falsean los riesgos para la salud. Sabemos que puede haber presiones políticas que nos lleven por sendas fraudulentas del conocimiento científico, como bajo el régimen de Stalin, cuando la ciencia fue manipulada para apoyar la ideología estatal. La teoría de la genética de Lysenko, que fue promovida por el gobierno, rechazó la genética mendeliana y llevó a un retroceso significativo en la investigación genética en la Unión Soviética. También sabemos que los gobiernos pueden causar el efecto contrario, esto es, forzar tanto la maquinaria como para alcanzar lo que se creía imposible en menos tiempo, como es el caso de la guerra espacial que llevó a los Estados Unidos a poner al hombre en la Luna en un tiempo récord.

    Ahora bien, a parte de los casos de presiones institucionales y de los fraudes por intereses personales de los propios científicos, hay casos que tienen más que ver con el sesgo cognitivo. El ser humano tiende a razonar siguiendo patrones sistemáticos de pensamiento. Estos patrones son el sesgo cognitivo. En la mayoría de los casos, esto nos lleva a tomar decisiones o juicios de manera irracional o errónea basados en factores emocionales, prejuicios o limitaciones en nuestra capacidad para procesar información. Por cuestiones de eficiencia –o de simple pereza–, es decir, por querer obtener los mejores resultados con el menor gasto de energía, los seres humanos empleamos atajos mentales que nuestro cerebro usa para simplificar la toma de decisiones, pero que a menudo nos llevan a conclusiones incorrectas o distorsionadas.

    De todos los tipos de sesgos cognitivos, el de confirmación es el más fuerte de todos. Nos vemos bajo la niebla del sesgo de confirmación cuando tendemos a buscar, interpretar y recordar solo la información que confirme nuestras creencias o hipótesis previas, ignorando o desestimando toda la información que las contradiga. Así pues, si alguien cree firmemente en el terraplanismo es más probable que busque estudios o testimonios que respalden esa creencia, y pasará por alto los estudios científicos que demuestran que la tierra es redonda, e incluso pasará por alto sus propias evidencias empíricas como que desde lo alto de un rascacielos en Nueva York no se pueden ver los rascacielos de otra ciudad. En definitiva, el sesgo cognitivo puede llevarnos a aceptar falacias, mantener creencias erróneas o tomar decisiones que no están basadas en un análisis racional, como es, por ejemplo, el caso de los creacionistas. Y los científicos no están exentos –o no necesariamente.

    En ciencia y medicina los sesgos pueden dificultar la aceptación de nuevas ideas o, por el contrario, pueden promover teorías no comprobadas. Veamos un ejemplo algo simplista, pero de actualidad. En un video viral de un cuervo deslizándose por un tejado nevado usando una tapa a modo de tabla de esquiar, el comentarista lo compara con el caso de una abeja que se entretiene con una pelota de su tamaño y nos explica que eso es, a todas luces y en contra de lo aceptado hasta ahora, un juego. Es decir, se trata de comportamientos que responden al placer de divertirse. Llevamos siglos observando como los animales se entretienen con juegos y, sin embargo, no ha sido hasta ahora que los hemos descrito como comportamientos lúdicos. Hasta ahora, los científicos nos han venido diciendo que esa forma de comportarse formaba parte del proceso de aprendizaje para la supervivencia del animal, un instinto para desarrollar las destrezas que necesitaría como, por ejemplo, para la caza. ¿Por qué? En mi opinión, la respuesta está en el sesgo cognitivo. Aceptar que un animal pueda jugar por el mero placer del entretenimiento –o que pueda crear obras de arte, como en los casos de gatos, pájaros jardineros, elefantes, primates, peces globos japoneses, termitas y abejas– es aceptar que el ser humano no es el único que lo hace; eso entraría en conflicto con la creencia en la superioridad humana como especie. Esa creencia de la superioridad del ser humano deriva de la cultura religiosa. Se trata, pues, de un sesgo cognitivo religioso. En otras palabras, las creencias religiosas de los científicos les impedían describir de manera objetiva lo que veían. Este ejemplo, modesto, insignificante, puede, no obstante, extrapolarse a muchos otros casos.

    A estas alturas, por tanto, ¿qué confianza puedo depositar en mi amada ciencia cuando he de abordar temas como el del cambio climático antropogénico? Sabemos que la industria del carbón y otros intereses económicos han intentado influir en esto, pero no deja de ser cierto que son científicos y no profanos los que han lanzado sus estudios para desmentir la teoría de un cambio climático antropogénico. Entre otros, Fred Singer fue un físico y climatólogo que fundó el Science and Environmental Policy Project, y argumentó que el cambio climático no era causado por actividades humanas y que las emisiones de dióxido de carbono no tenían un impacto significativo en el calentamiento global. Singer fue objeto de controversia debido a los fondos que su organización recibió de grupos con intereses en la industria de los combustibles fósiles. ¡Pero era un científico!

    Richard Lindzen, profesor emérito de meteorología del Instituto de Tecnología de Massachusetts, ha cuestionado la sensibilidad del clima al CO2 y ha criticado al consenso científico. Linsen también ha estado asociado con grupos financiados por la industria del carbón y el petróleo. ¡Pero es un científico! Willie Soon, astrofísico del Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics, ha sostenido que la variación solar juega un papel más importante en el cambio climático que las actividades humanas. Ha sido objeto de críticas y polémicas por recibir financiamiento significativo de la industria de los combustibles fósiles para sus investigaciones. ¡Pero es un científico! Patrick Michaels, climatólogo y antiguo director del Center for the Study of Science, ha minimizado el impacto del cambio climático y ha argumentado que el calentamiento global tiene efectos exagerados. También ha sido vinculado con grupos financiados por intereses de combustibles fósiles. ¡Pero es un científico! Judith Curry, exprofesora y directora del School of arts and Atmospheric Sciences, en el Georgia Institute of Technology, aunque no niega el cambio climático, ha cuestionado la magnitud del impacto humano en el calentamiento global y ha criticado la política y la certidumbre del consenso científico en torno a este tema. A ella no se la relaciona con financiaciones de la industria de los combustibles fósiles, ¡y es una científica! ¿No es, por tanto, lícito creer que tal vez, una vez más, en lo relativo al cambio climático antropogénico, la comunidad científica esté equivocada, como en el caso del éter luminífero? ¿No cabe la posibilidad de que la comunidad científica se esté dejando llevar por un sesgo de confirmación? Y más importante aún, ¿con qué argumentos puedo yo enarbolar ahora la bandera de la ciencia cuando, en mi próxima batalla contra la superstición religiosa, quiera defender la teoría de la evolución frente a los creacionistas? Más aun, ¿qué debo creer en lo relativo a la fiabilidad de las pruebas PCR realizadas durante la pandemia del COVID-19? ¿Cómo defender el uso de mascarillas o de las vacunas contra la COVID-19? Y ¿qué pensar de la pandemia en sí? O, en otro orden de cosas, pero manteniéndome en la más estricta actualidad, ¿qué debo pensar en lo referente a los vehículos eléctricos y al cambio hacia las tecnologías renovables?

    Como docente, como divulgador, y como escritor, siempre me he querido mantener fiel a la verdad, fiel a la información veraz, fiel a la divulgación científica. Pero cuando la verdad se desdibuja con la infoxicación que nubla la capacidad de diferenciar entre las fuentes fiables y las que no lo son; cuando el periodismo actual está más al servicio de los poderes de facto; cuando la divulgación científica se convierte en un arma propagandística; y, más tristemente aún, cuando (…mi madre tenía razón y…) los científicos se me han revelado como seres humanos normales y corrientes, con los mismos sesgos cognitivos, con los mismos intereses particulares y con las mismas ambiciones ególatras que podemos tener los demás, ¿dónde acudimos para buscar la verdad? Dudar de todo es el único remedio.

    Dudar de todo, pero manteniendo un pensamiento crítico. Dudar de todo, pero manteniendo un razonamiento analítico. Dudar de todo, pero manteniendo un juicio reflexivo. Dudar de todo, pero manteniendo un pensamiento lógico. Dudar de todo, pero manteniendo una evaluación crítica. Dudar de todo, pero manteniendo una capacidad de discernimiento. Dudar de todo, pero manteniendo una mentalidad escéptica. Dudar de todo, pero manteniendo una reflexión analítica. Dudar de todo, pero manteniendo un enfoque razonado. Dudar de todo, pero manteniendo un pensamiento independiente. De este modo, finalmente, se llegará a una verdad única; a una verdad particular; a una verdad personal; y si bien puede no tratarse de la verdad universal, al menos tendremos la garantía de que se aleja mucho más que cualquier otra cosa de la mentira.

    Aplicando este sistema, concluyo, pues, que sí hay cambio climático antropogénico, pero no es tanto como nos lo pintan; que sí hubo pandemia, pero no fue para tanto; que sí funcionan las vacunas, las mascarillas y las pruebas PCR, pero no siempre ni en todos los casos ni de manera tan efectiva como para depositar todas nuestras esperanzas en ellas; que si es necesario dejar de fabricar tantos coches de combustión interna, pero que no son tan necesarios ni tan favorables los coches eléctricos… que la verdad siempre se encuentra en un término medio y que nunca es lo que le hace falta a nuestros gobernantes. Ellos necesitan pintar un mundo de blancos y negros, de extremos irreconciliables, de polarización entre opuestos que se repulsan mutuamente –o estás conmigo o estás contra mí. Lo necesitan no para gobernar mejor un país ni para guiarlo hacia el bienestar, sino para vencer victorias personales, ganar campañas electorales, obtener financiaciones privadas que propicien sus proyectos y/o intereses personales y, en definitiva, para alcanzar esa posición socioeconómica que arrogante, egoísta y avariciosamente ansían. El problema, pues, no está en la ciencia; la culpa del caos no la tienen los científicos. La ciencia puede equivocarse en algunas de sus partes y los científicos pueden mentir, pero es su conjunto la ciencia se orienta en la dirección correcta. Al aplicar el método de dudar de todo manteniendo el pensamiento crítico, es cuando descubrimos que el problema no es la ciencia, sino nuestros gobernantes.

La ¿impuesta? grandeza de Shakespeare

¿Y si Shakespeare no fuese tan grande como nos han hecho creer? ¿Y si sus obras no fueran superiores a las de otros autores? ¿Y si, de hecho, fueran, en muchos casos, incluso mediocres, pero que, debido a un “lavado de cerebro” literario –una versión literaria del fenómeno que se da con las religiones más grandes del mundo frente a los cultos y ritos particulares menos importantes– se lo ha logrado posicionar por encima de los demás autores de la literatura mundial? ¿Que por qué digo que Shakespeare está en ese lugar tan selecto y privilegiado de la literatura mundial? Porque lo dicen los números y, como siempre decía mi padre, los números no mienten. Su grandeza, de hecho, se puede medir en números: la cantidad de años que sus libros llevan publicándose; la cantidad de títulos que se han traducido a múltiples lenguas; la cantidad de lenguas a las que se han traducido; la cantidad de libros vendidos a lo largo y ancho del planeta… Su influencia global, en definitiva, es impresionante. Traducciones y adaptaciones: Sus obras se representan en todo el mundo y han inspirado innumerables adaptaciones en diferentes formatos, como la música, el cine, el teatro y la literatura. Inspiraciones en diferentes culturas: los escritores de diferentes culturas se han inspirado en Shakespeare. Por ejemplo, Rabindranath Tagore en la India, Yukio Mishima en Japón y Aimé Césaire en el Caribe han incorporado elementos shakespearianos en sus obras. Movimientos literarios: la obra de Shakespeare ha influido en varios movimientos literarios, incluido el Romanticismo, que apreciaba su profundidad imaginativa y emocional, y el Modernismo, que admiraba sus innovadoras técnicas narrativas. Y ¿qué decir de su legado? El legado perdurable de Shakespeare se puede ver en la forma en que sus obras continúan siendo estudiadas, representadas y referenciadas. Su capacidad para capturar la amplitud de la experiencia humana hace que sus obras sean atemporales y cercanas a audiencias de todo el mundo. Entonces, ¿a qué viene mi propuesta? ¿Cómo me atrevo a decir que podría tratarse de un “lavado de cerebro”? Pues, porque, ¿y si no fuera el único con dichas características? ¿El emperador va desnudo?

    


La historia la escriben los vencedores. Poco o nada sabremos de los vencidos si han sido arrasados, su cultura borrada de la historia y su pueblo exterminado. Este es el caso de Cartago y la cultura cartaginesa. Con estas palabras o unas muy similares comenzó su clase el profesor de Historia prerromana de la Península Ibérica. Seguramente Cartago tuvo grandes poetas, grandes escritores, grandes arquitectos y grandes pensadores y, sí, es una pena que nunca llegaremos a conocerlos, pero ¿invalida eso la grandeza de los pensadores, escritores y arquitectos romanos? ¿Son acaso menos relevantes para la historia Séneca, Cicerón o Julio César porque nunca conoceremos a los homólogos cartagineses? Y el caso es que, desde ese día en la clase del año 1996, vengo dándole vueltas a esta cuestión. ¿Hasta qué punto el poder militar y político de una nación convertida en imperio es la responsable de que sus artistas, escritores y pensadores sean reconocidos históricamente y mundialmente frente a otros que perviven más o menos en el anonimato por pertenecer a naciones y pueblos mucho más pequeños y modestos?

    En mi opinión –modesta, humilde, pero sincera y labrada– hay dos obras que me parecen capitales y superiores a todas las demás con diferencia que son La Celestina de Fernando de Rojas y Las tres hermanas de Chéjov. Estas dos obras, cada una en su época, son, a mi entender, el mejor espejo de la sociedad de su momento que pueda la literatura darnos; ambas son una joya literaria que además representan con una didáctica lírica impecable la naturaleza humana en general y los usos y costumbres de sendas épocas en particular. Y si bien yo no me considero en absoluto un erudito en materia, siempre me sorprendió comprobar cómo rara vez se elogia a alguna de estas dos obras. Además, nunca olvidaré el sentimiento de decepción que me embargó la primera vez que decidí leer las obras del gran dramaturgo inglés. Contaba con la edad de 25 o 26 años y ya había disfrutado enormemente de las obras de Lope de Vega, Moliere y Pirandello, y habida cuenta la enorme reputación de Shakespeare, uno puede hacerse a la idea de las expectativas con las que me adentré en sus letras. Convencido entonces de que se trataba de una deficiencia mía particular o tal vez de un producto más de mi abnegada arrogancia no quise hacerle caso a mi sentimiento de decepción y preferí abrazar la opinión pública generalizada. Pero luego seguí creciendo y seguí leyendo y, lejos de cambiarla, mi opinión sobre Shakespeare solo se reafirmaba. ¿Cómo era esto posible?  ¿Romeo y Julieta? ¡Oh, claro que es una perla de la literatura universal! No seré yo quien lo ponga en duda. Pero ¿no debería ser digno de mención que Shakespeare ni inventó los personajes ni ideó la historia? Se hizo eco de una historia que se venía narrando en Italia y en España desde hacía doscientos años. Pero lo que me parece más inquietante es que se le resta valor al hecho de que Shakespeare escribiera Romeo y Julieta cien años después de que Fernando de Rojas escribiera La Celestina. En efecto, la historia de los amores imposibles de los dos adolescentes de De Rojas es del año 1499; la del dramaturgo inglés es de 1595.  No puedo decir que no me guste Shakespeare. El rey Lear y Mac Beth se hallan entre mis obras de teatro favoritas; Hamlet y Romeo y Julieta son siempre una buena inversión de dinero en una noche de teatro o en el cine. Pero creo que nada tiene que envidiarle Lope de Vega que, si Shakespeare escribió 39 obras de teatro, el Fénix de los ingenios escribió mil quinientas comedias, ¡1.500! –aunque solo se hayan conservado unas 420 comedias y unos 40 autos; que, si el inglés escribió 154 sonetos, Lope de Vega escribió más de tres mil. ¡El emperador va desnudo!

    Para ayudarme a salir de dudas acerca de si Shakespeare está sobrevalorado o no, decidí pedirle ayuda a la inteligencia artificial. Empecé por recopilar datos. ¿Quién es el autor más reconocido e importante de la historia y del mundo? Según los datos actuales, el autor más reconocido del mundo y de la historia es William Shakespeare. ¿Quién es el autor más traducido y vendido del mundo? Esa medalla es para Agatha Christie. ¿Estaremos viendo al emperador a través de los rayos X? Es que, disculpadme, pero me sorprendió que ambos autores fueran británicos y más aún que el segundo fuera alguien de tan poca calidad literaria como lo es la dama del misterio y del asesinato. ¿Dónde están los grandes nombres que yo admiro y reverencio como Poe, Quevedo, Manzoni, Flaubert…?

    Le pregunté entonces a la inteligencia artificial cuáles eran los cinco libros más vendidos de la historia –quitando los libros religiosos o de carácter político como La Biblia, El Corán y El libro rojo de Mao que, por razones evidentes, siempre ocupan los primeros lugares en número de ventas mundiales. La respuesta fue:

  • ocupando el primer lugar, Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes (SPAIN: 12 points)
  • en segundo lugar, Historia de dos ciudades, de Charles Dickens (UK: 10 points)
  • en tercer lugar, El señor de los anillos, de JRR Tolkien (UK: 9 points)
  • en cuarto lugar, El principito, de Antoine de Saint-Exupéry (FRANCE: 8 points)
  • y, en quinto lugar, Harry Potter y la piedra filosofal, de JK Rowling (UK: 7 points)

    El recuento de puntos le da una aplastante victoria al país de Shakespeare. De los cinco puestos, tres los ocupan escritores británicos. Este podio me recordó mucho al de las olimpiadas en el que en el medallero siempre predominará la bandera americana. El país que ostenta el mayor número de medallas olímpicas en la historia es Estados Unidos: han ganado un total de 2.629 medallas (1.061 de oro, 830 de plata y 738 de bronce) a lo largo de todas las ediciones de los Juegos Olímpicos de Verano. Pero a mí esto me ha parecido siempre una mera cuestión matemática que tiene más que ver con el número de atletas que puede proporcionar cada país que con otra cosa; eso sin contar con que, en realidad, no se trata de un país, sino de 50 países compitiendo bajo una misma bandera; sería más lógico si cada estado se presentase por separado y con su propia bandera, ya que muchos de ellos son más grandes que la mayoría de los países que participan, más ricos y más poblados. Pero no nos desviemos del tema y volvamos a la pregunta que me ronda la cabeza desde mi tierna época universitaria y que podría resumirse de la siguiente manera: ¿qué tienen los británicos que no tenemos el resto de las naciones para que su literatura sea lo que es? Y fue entonces cuando me acordé de mi profesor de Historia prerromana de la Península Ibérica y de su famosa sentencia respecto de Cartago. La respuesta me pareció, entonces, evidente: ¡un imperio!

    En mi opinión, es una conclusión interesante y, aunque mi padre siempre me decía que la historia no se escribe con el “y si”, esta reflexión me parece relevante. Creo que, de no haber habido Imperio Británico, ni Shakespeare ni Agatha Christie serían las figuras tan conocidas como son hoy en día en todos los rincones del mundo, ni Historia de dos ciudades de Dickens sería la segunda obra más vendida de la historia –lo creo a pesar de que sea ésta mi obra predilecta. Sin el Imperio Británico, autores de otras culturas habrían tenido una mayor prominencia internacional. Quizá estaríamos hablando de diferentes cánones literarios, más representativos de otras culturas que tuvieron menos alcance por no tener un imperio del mismo poderío. Hagamos, pues, un ejercicio de imaginación. Imaginemos que, en lugar de perder en Waterloo, Napoleón hubiese resultado vencedor. En lugar de Imperio Británico, habría habido Imperio Francés. Su influencia se hubiera expandido y mantenido durante dos siglos, la hegemonía cultural, lingüística y literaria del mundo hoy podría ser muy diferente. El francés, en lugar del inglés, seguiría siendo la lingua franca, lo que habría facilitado la difusión masiva de autores y obras del canon literario francés. Así, Baudelaire y Flaubert serían los nombres icónicos mundialmente conocidos, y las obras de teatro de Molière ocuparían el lugar que ocupan hoy en día las de Shakespeare. Obras francesas clásicas habrían sido enseñadas y celebradas con la misma reverencia global que hoy reciben muchas obras literarias británicas. El peso de la cultura popular, los valores y los ideales habrían estado impregnados de la influencia francesa, desde la moda hasta el pensamiento político, filosófico y artístico.

    Siguiendo con nuestro ejercicio de imaginación, vayamos más atrás en el tiempo e imaginemos que Felipe II no hubiera perdido contra Isabel I y que su Armada hubiese resultado realmente invencible. Imaginemos que, entonces, el Imperio Español hubiera mantenido su hegemonía a lo largo de los siglos. El impacto cultural y literario mundial sería radicalmente distinto. Miguel de Cervantes probablemente sería visto como el gran estandarte literario global, y la influencia de su obra y sus personajes, ya de por sí icónica, habría alcanzado una magnitud todavía mayor. Lope de Vega, con su vastísima producción teatral, habría sido elevado al mismo nivel que se le atribuye a Shakespeare, marcando el teatro y la narrativa global con una impronta profundamente hispánica. El idioma español sería mucho más predominante, quizás llegando a ser la lengua franca en todo el mundo.

    ¿Y si hubiese habido un predominio del Imperio Ruso? En lugar de Dickens y Agatha Christie, serían los nombres de Tolstoi y Dostoievski los que serían más reverenciados en todo el mundo, y Chéjov reemplazaría a la popularidad de Shakespeare.

    Esto, que responde a un razonamiento de lógica aplastante, me lleva a concluir que cualquier nación podría contar con el autor o los autores más grandes y reverenciados de la historia y del mundo de haberse convertido en grandes imperios mundiales. Si una nación pequeña como Rumanía o Líbano (por poner dos ejemplos de países cuya literatura no es precisamente famosa a nivel internacional) se hubieran convertido en un imperio mundial que se expandiera durante siglos, su literatura, autores y cultura habrían sido proyectados con un impacto global masivo. Así, en lugar de Shakespeare y Dickens, estaríamos celebrando a escritores rumanos como Mircea Eliade, Mihai Eminescu o Ion Creangă, o a autores libaneses cuya obra hubiera alcanzado una relevancia internacional gracias a la influencia imperial de sus países. El idioma de esas naciones habría sido extendido, la narrativa literaria y la cultura cotidiana habrían estado permeadas por las historias, mitologías, tradiciones y perspectivas únicas de estos pueblos. Conceptos culturales, formas de ver el mundo y estilos de vida específicos de esas naciones habrían sido la norma en vez de la excepción. Me parece fascinante imaginar cómo, a partir de un cambio histórico así, la literatura de autores aparentemente "locales" podría haber alcanzado un nivel de universalidad. Obras que para nosotros son desconocidas hoy, serían las grandes epopeyas, los dramas existenciales o las comedias con las que generaciones de todo el mundo crecerían.

    Tras esta reflexión, se revelan como auténticas maravillas de la literatura mundial Don Quijote de la Mancha y El principito puesto que a ninguna de ellas se les puede atribuir parte de su éxito mundial e histórico a un impulso imperial. Igual de asombroso es que, si bien desde los inicios del cine, se estima que se han realizado más de 1.800 adaptaciones cinematográficas de las obras de William Shakespeare, siendo la primera de 1899, los siguientes en el ranking sean las del noruego Ibsen y del ruso Chéjov, con alrededor de 100 y 50 adaptaciones cinematográficas respectivamente.

    Por último, se me antoja alucinante que un país pequeñito como Italia, que nunca ha sido una potencia mundial como los grandes imperios de larga duración, lograra producir figuras literarias y culturales de un renombre internacional impresionante. Figuras como Dante, Petrarca, Boccaccio y más tarde figuras como Machiavelli y Leopardi, no solo son ampliamente conocidos, sino que marcaron un antes y un después en la literatura occidental. Además, La Divina Comedia de Dante Alighieri sigue siendo, setecientos años después de haber sido escrita, una de las cumbres de la literatura universal. Esta obra ha sido traducida, editada y estudiada durante siglos, y ha inspirado numerosas versiones y adaptaciones en diferentes formatos artísticos. ¿Cómo, entonces, de una región tan diminuta como Florencia surge una obra de tal calado internacional e histórico sin que haya habido un poder político, militar y económico detrás para impulsar su fama? Es por esto, además de por su calidad literaria, por lo que, personalmente, siempre la consideraré mi obra preferida, cumbre de la literatura mundial, por encima de cualquier otra obra habida y por haber. Termino, pues, dándole las gracias más sinceras y desde lo más profundo de mi corazón a mi padre, de forma póstuma, por haberme inculcado el amor por esta gran obra. Grazie papà.


*Nota al pie: Por suerte para todos, uno no debe elegir para descartar, sino que se puede quedar con todas las obras que quiera. Con este artículo no pretendo insinuar que habría que sustituir a un autor por otro en el ranking de los más grandes del mundo -como se ha sugerido en alguna crítica que he recibido. Shakespeare, sobra decirlo, estará siempre entre los más grandes. La superioridad de un grande frente a otro es lo que cuestiono, así como el motivo de su popularidad o falta de popularidad.

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