¿Fríes con aceite de oliva? Sí, ¿verdad? Sé que tienes muchos argumentos a favor de tu tesis en defensa del frito con aceite de oliva y, más aún, que los médicos lo aconsejan y que se lo vemos hacer a diario a nuestros grandes chefs. Aun así, es importante matizar el concepto de "saludable" en relación con los aceites.
El error de conceptos
Esta creencia deriva del hecho irrefutable (tanto desde un
punto de vista químico como desde el de la gastronomía) de que el aceite de
oliva virgen extra es más sano que cualquier otro aceite. Pero ahí está la trampa.
El aceite de oliva virgen extra no es lo mismo que el aceite de oliva virgen ni
que el aceite de oliva. Además, que el aceite de oliva virgen extra sea el más
sano de todos no quiere decir que lo sea también cuando se lo usa para freír.
El aceite de oliva virgen extra es el más sano de todos en crudo, es decir,
para ensaladas, mayonesas, gazpachos, salmorejos, etc. Sin embargo, cuando se
lo usa para freír, resulta poco saludable. ¿Por qué? Es aquí donde necesitamos
acudir a la química para comprenderlo.
La química de los aceites
Cuando se somete un aceite al calor y su temperatura se va
elevando, se empiezan a producir cambios en su estructura molecular. Del mismo
modo que un pedazo de plástico se derrite y se vuelve negro cuando lo quemamos;
del mismo modo que al quemarla, la gasolina se convierte en dióxido de carbono
y agua, monóxido de carbono, óxido de hidrógeno y partículas de hollín… elevar
a altas temperaturas un aceite es un factor que deteriora su composición
química y hace que vayan liberando compuestos tóxicos y radicales libres como
las acrilamidas y esteres policíclicos. Ahora bien, cada aceite tiene una
resistencia diferente y particular al calor. Al momento en el que un aceite
empieza a descomponerse y comienza a liberar esos compuestos tóxicos se lo
llama punto de humo. El punto de humo del aceite de oliva virgen extra es mucho más bajo que el punto de humo del aceite de girasol, lo cual quiere
decir que es menos sano freír con el primero y más recomendable freír con el
segundo.
Los puntos de humo
Cuando freímos, elevamos la temperatura de los aceites a más
de 200 grados centígrados. Por tanto, nos interesará usar para la fritura un
aceite que no se deteriore fácilmente. Hay más de 40 tipos de aceites para el uso culinario que van desde el aceite de aguacate (con un punto de humo de 270 grados) hasta el aceite de girasol sin refinar (con un punto de humo de 107 grados). El aceite de oliva virgen extra tiene un
punto de humo de 160 grados, lo que quiere decir que se deteriora muy
rápidamente. A la temperatura de 200 grados, el aceite de oliva virgen extra se
ha deteriorado tanto que libera acrilamidas y esteres policíclicos que son
tóxicos. Por tanto, debemos descartarlo para el uso de fritos. Las alternativas
son los aceites que se quemen por encima de los 200 grados para estar seguros.
El primero que puede venirnos a la mente es, claro está, el aceite de oliva
virgen (NO el virgen extra). Éste tiene un punto de humo de 216 grados. Ahora
bien, el aceite de oliva virgen no tiene los antioxidantes que tiene el virgen extra,
por tanto, ya no se trata del aceite más sano de todos y, por ende, la pregunta
legítima sería: viendo el precio al que se vende en el mercado, ¿merece la pena
usarlo, cuando hay alternativas como el aceite de girasol refinado que tiene un punto de
humo de más de 230 grados? Eso sin contar con el hecho de que la temperatura de
las frituras puede superar los 215 grados, sobre todo en las cocinas
industriales, con lo cual, volvemos a toparnos con el problema de la liberación
de tóxicos. Otra cosa bien distinta es el aceite de orujo de oliva, que sí se presenta como la solución más saludable, puesto que su punto de humo es de casi 240 grados. No obstante, nos encontramos de nuevo con el mismo dilema del costo, ya que el litro de este tipo de aceite cuesta casi 6 euros, mientras que el de girasol refinado cuesta poco más de 2 euros. ¿Por qué, entonces, no se divulga esto?
La propaganda del colesterol
Lo venimos viendo desde los años 80. El nivel de colesterol
alto es el gran causante de muertes en el mundo occidental siendo el principal
culpable de las enfermedades cardíacas. Desde entonces, nos hemos visto
bombardeados con toda una suerte de información que nos ha
convencido de que las grasas saturadas son un terrible peligro para la salud, y
que el nivel de colesterol en sangre nunca puede superar los 200 mg/Dl. Hasta
la saciedad hemos visto el anuncio de Danacol [https://www.danone.es/danacol-reduce-el-colesterol-naturalmente/]
en el que se nos insta a no bromear con el asunto. La comunidad médica en peso,
así como la farmacéutica, ha adoptado esta visión y nos “vigilan” para que
nuestro nivel de colesterol en sangre nunca suba por encima de los 200. Sin
embargo, e
sto fue un estándar generalizado durante años, pero hoy se matiza más. Las guías actuales (por ejemplo, del American College of Cardiology) no se centran solo en un número concreto, sino en el riesgo cardiovascular global, considerando otros factores. Uno de los datos científicos más críticos es
que el colesterol en sangre no siempre se correlaciona directamente con el
colesterol en la dieta y que otros factores, como la inflamación, el estrés
oxidativo, y el tipo de partículas de colesterol, podrían jugar un papel más
importante en los riesgos cardiovasculares. Investigadores como
Uffe Ravnskov y
Michel De Lorgeril han
publicado trabajos que desafían la visión convencional sobre el colesterol y
las grasas saturadas. Y aunque
sus teorías no representan el consenso científico, y ha sido muy cuestionado por la comunidad médica por su metodología y conclusiones, lo cierto que es ha logrado sembrar la semilla de la duda. En cuanto a De Lorgeril, ha defendido la dieta mediterránea como un remedio eficaz para luchar contra el colesterol elevado.
La industria farmacéutica
Son ya varios los científicos que han argumentado que los niveles de colesterol considerados altos podrían haber sido establecidos de forma demasiado restrictiva, posiblemente influenciados por intereses farmacéuticos, dado que las compañías que producen medicamentos como las estatinas tienen un papel relevante en la investigación clínica. Algunos expertos, entre ellos Uffe Ravnskov y Michel De Lorgeril, han cuestionado que un nivel de colesterol total por encima de 200 mg/dl represente siempre un riesgo significativo para la salud, y plantean que en ciertos casos —como en adultos mayores— niveles entre 200 y 250 podrían no implicar necesariamente un mayor riesgo, especialmente si se acompaña de un buen perfil de HDL y baja inflamación sistémica.
El debate también gira en torno a la comprensión pública del colesterol “bueno” (HDL) y “malo” (LDL), y al hecho de que no todo el colesterol LDL es igual: el tamaño y la densidad de sus partículas juegan un papel importante en el riesgo cardiovascular. Existen estudios y publicaciones de carácter crítico —como el libro La mentira del colesterol, del médico Walter Harternbach— que cuestionan la visión predominante sobre el colesterol y alertan sobre los posibles efectos negativos de reducirlo excesivamente, en especial en relación con la salud cerebral. Aunque estas posturas no forman parte del consenso científico actual, contribuyen a mantener abierto el debate sobre el papel del colesterol en la salud cardiovascular y la necesidad de considerar otros factores como la inflamación o el estrés oxidativo en el análisis del riesgo. ¿Por qué, entonces,
existe la opinión contraria?
Business as usual
Estamos hablando de industrias que mueven cientos de miles de millones: desde las farmacéuticas hasta ciertos sectores de la industria alimentaria. Productos como la margarina, los alimentos “light” o las etiquetas “bajo en colesterol” se han beneficiado de un cambio en la percepción pública sobre las grasas, promovido en parte por campañas de marketing y recomendaciones que, durante décadas, simplificaron excesivamente el vínculo entre grasa saturada y salud cardiovascular.
Un ejemplo interesante es el debate sobre la mantequilla. En una charla con una nutricionista, escuché cómo se explicaban sus inconvenientes: su bajo punto de humeo (lo que la hace poco recomendable para freír), su riqueza en grasas saturadas y su posible impacto en el perfil lipídico. Estas advertencias se apoyaban en la literatura científica convencional. Sin embargo, le planteé una duda legítima: si la mantequilla es tan perjudicial, ¿cómo se explica que en países como Francia, donde se consume con frecuencia, no se observen tasas significativamente más altas de enfermedades cardiovasculares? Ella me respondió honestamente que no lo había reflexionado. Fue una conversación que me impulsó a investigar por mi cuenta, y a descubrir que el contexto dietético y cultural general influye tanto o más que un solo alimento.
La paradoja francesa
Resulta que, a pesar del alto consumo de mantequilla, crema
y otros productos grasos, la población francesa ha mantenido tradicionalmente
una baja incidencia de enfermedades cardiovasculares. Tan sencillo como eso.
Esta es, se me ocurre, la mejor demostración de que los datos sobre la relación
entre ciertos tipos de grasas y las enfermedades cardiovasculares están
sesgados por factores de mercado. Y esto nos lleva de vuelta al problema del
aceite de oliva y el aceite de girasol.
Vuelta al campo de batalla de los aceites
La complejidad que rodea al colesterol y la alimentación no puede entenderse sin considerar también el papel de los intereses económicos. España, por ejemplo, es con diferencia el mayor productor mundial de aceite de oliva, con más de 1.350.000 toneladas al año, muy por delante de países como Túnez. Es una industria nacional estratégica que, como cualquier otro sector de peso, está sujeta a dinámicas de mercado, políticas agrícolas y estrategias de promoción que buscan sostener y ampliar el consumo.
Durante décadas, el consumo interno se mantuvo relativamente estable, pero desde los años 80 se observa un aumento muy marcado, tanto en España como en otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, el consumo de aceite de oliva creció exponencialmente a partir de ese periodo, coincidiendo con un cambio global en las recomendaciones nutricionales y el auge de los mensajes contra las grasas saturadas y el colesterol. No es descabellado preguntarse si parte del crecimiento en la demanda fue también impulsado por campañas coordinadas para reposicionar este producto como saludable, en un contexto donde “comer sano” se volvió tendencia.
No obstante, conviene evitar conclusiones simplistas: si bien el aceite de oliva es uno de los pilares de la dieta mediterránea, eso no significa que por sí solo determine la salud cardiovascular de una población. Tampoco es válido suponer que el consumo de mantequilla o aceite de oliva explique, sin más, las diferencias en las tasas de enfermedades cardiovasculares entre países. La realidad es más compleja y multifactorial, e incluye patrones dietéticos completos, niveles de actividad física, genética, acceso sanitario y otros factores de riesgo. Lo que sí parece claro es que, como en otros sectores, los intereses económicos juegan un papel importante en la forma en que ciertos alimentos son promovidos o vilipendiados públicamente.

¿Qué podemos pensar?
Quiero enfatizar que el
propósito de este artículo no es en modo alguno ofender ni faltar al respeto a
David Muñoz. De hecho, el objeto de este artículo ni siquiera es el de criticar
al chef, puesto que estaría muy lejos de mis conocimientos y se excedería de mis competencias
como divulgador. El único objetivo de este artículo es el de informar y
analizar a la luz de los datos disponibles y nunca con la intención de insinuar
acusaciones infundadas o juzgar injustamente. Si alguna expresión pudiera
interpretarse de otro modo, deseo aclarar que no era mi intención y que
mantengo el mayor respeto hacia Dabiz Muñoz.